Hay, de hecho, muchas otras cosas también que Jesús hizo, que, si se escribieran alguna vez en todo detalle, supongo que el mundo mismo no podría contener los rollos que se escribieran.- Juan 21:25

miércoles, 30 de junio de 2010

LOS AÑOS DE LA ADOLESCENCIA

AL ENTRAR a los años de su adolescencia, Jesús se encontró como jefe y único sostén de una numerosa familia. La muerte prematura de José, cambió y torció los sueños de este "hombre-dios". Pocos años después de la muerte de su padre habían perdido todas sus propiedades. Según pasaba el tiempo, Jesús iba cobrando paulatinamente conciencia de su preexistencia; al mismo tiempo se daba cuenta cada vez más plenamente de que su presencia en la tierra y en la carne respondía al propósito explícito de revelar su Padre Paradisiaco a los hijos de los hombres.

     Ningún adolescente que haya vivido o haya de vivir en este mundo o en otro, ha tenido o tendrá jamás problemas tan difíciles y profundos que resolver ni tan intrincadas dificultades que desentrañar. Ningún joven de la Tierra tendrá que pasar jamás por los conflictos angustiosos y las duras pruebas por los que Jesús mismo tuvo que atravesar durante esos arduos años que median entre los quince y los veinte de su edad.

     Habiendo tenido pues la experiencia real de vivir estos años de adolescencia en un mundo asediado por el mal y perturbado por el pecado, el Hijo del Hombre llegó a poseer pleno conocimiento de la experiencia vital de los jóvenes de todos los dominios del universo, y así para siempre se convirtió en el comprensivo refugio de los adolescentes acongojados y perplejos de todas las edades y de todos los mundos del universo local.

     Lentamente y con certidumbre y a través de la experiencia real, este Hijo divino gana el derecho de convertirse en el soberano de su universo, el gobernante supremo e indisputado de todas las inteligencias creadas en todos los mundos del universo local, el comprensivo refugio de los seres de todas las edades y de todos los grados de dotes y experiencias personales.

EL AÑO DECIMOSEXTO

     El Hijo encarnado tuvo una infancia y niñez sin experiencias extraordinarias. Emergió luego de la penosa y difícil etapa de transición entre la infancia y la juventud —llegó a ser el Jesús adolescente.

     Este año alcanzó él su plena estatura y fortaleza física. Bastante alto para su edad. Era un hermoso joven viril, cada vez más serio y reservado, al mismo tiempo que compasivo y amable. Tenía una mirada dulce, pero inquisitiva, a la luz del día sus ojos se aclaraban como la miel; su sonrisa era siempre simpática y reconfortante; su voz, al principio parecía salir de una cripta, luego se tornó musical y al mismo tiempo fuerte y enérgica; su saludo, cordial, pero sin afectación. Siempre, incluso en los contactos más comunes, parecía traslucirse la esencia de una doble naturaleza: la humana y la divina. Siempre se trasmitía esa combinación de amigo cordial y de maestro autoritario. Y estos rasgos de personalidad comenzaron a manifestarse desde temprano, ya desde su adolescencia.
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     Este joven físicamente robusto y fuerte también había adquirido el pleno desarrollo de su intelecto humano, aunque no la completa experiencia del pensamiento humano pero sí la plena capacidad para tal desarrollo del intelecto. Poseía un cuerpo sano y bien proporcionado, una mente aguda y analítica, una disposición de ánimo generosa y compasiva, un temperamento un tanto fluctuante pero acometedor, cualidades éstas que se estaban integrando en una personalidad fuerte, admirable y atractiva.

     Según pasaba el tiempo, se hacía más difícil para su madre y sus hermanos y hermanas comprenderle; sus palabras los confundían e interpretaban mal sus acciones. No estaban preparados para comprender la vida de su hermano mayor, porque su madre les había dado a entender que él estaba destinado a ser el libertador del pueblo judío. Después de oír de labios de María tales insinuaciones como secretos de familia, imaginaos su confusión cuando escuchaban a Jesús negar categóricamente toda idea e intención en este sentido.

     Este año Simón comenzó la escuela, y la familia se vio obligada a vender otra casa. Santiago se encargaba de la enseñanza de sus tres hermanas, dos de las cuales ya tenían edad para emprender estudios serios. Tan pronto como Ruth creció, confiaron su educación a Miriam y Marta. Ordinariamente las muchachas de las familias judías recibían poca educación, pero Jesús opinaba (y su madre convenía en esto) que las chicas debían ir a la escuela lo mismo que los varones, y puesto que la escuela de la sinagoga no las admitiría, hubo que establecer clases privadas especialmente para ellas en el hogar.

     Pero no podemos olvidar justamente como la impulsiva María insistió en que a sus hijas se les instruyera públicamente en la aldea. La Señora, por la educación recibida en su infancia y juventud, por su arraigado respeto a la libertad de las ideas y creencias y por las relativamente cómodas circunstancias de haber vivido en una Galilea tolerante y liberal, era un avanzado ejemplo de lo que hoy se conoce como “feminista”. Jamás (en Nazaret) se le vio salir a la calle con el rostro cubierto, tal y como fijaban los preceptos de Jerusalén, o ruborizarse porque un vecino o extraño  pudieran dirigirle la palabra. Cumplía con lo establecido a la hora de acudir a los servicios de la sinagoga pero, por supuesto, no estaba conforme con el “sistema”. Y se sintió feliz y recompensada cuando su Hijo, contra todo pronóstico y norma, admitió en su vida de predicación a un grupo de mujeres que, como los discípulos, le acompañó en muchos momentos de su ministerio público. Por ello, al plantearse el difícil problema de la educación de sus hijas Miriam y Marta, no lo dudó un segundo: “serían instruidas en la Torá..., pública o secretamente”.

     María habló con Jesús y, a pesar de los sensatos argumentos de su Hijo, cayó en una de esas crisis de tozudez. “¿Por qué no dar el paso?”, razonaba. Y a pesar de que ni siquiera en la abierta Galilea había llegado aún la “perversa costumbre griega y romana” (como decían los ortodoxos judíos) de admitir en las escuelas básicas a las mujeres, la Señora insistió. Aunque los argumentos del joven “cabeza de familia” apelaban a la triste realidad, un día los dos se presentaron en la escuela-sinagoga.
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     Se dialogó con un saduceo (encargado de la admisión), y claro está, se discutió. “Antes muerto que violar la ley de Moisés” sentenció el saduceo. Y María, de manera impulsiva, le soltó en la cara lo que decía la misma Torá: “Y Moisés puso la ley por escrito y se la dio a los sacerdotes...Y les dio esta orden: cada siete años, tiempo fijado para el año de la Remisión, en la fiesta de las Tiendas, cuando todo Israel acuda, para ver el rostro de Jehová tu Dios, al lugar elegido por él, leerás esta ley a oídos de todo Israel. Congrega al pueblo, hombres, mujeres y niños, y al forastero que vive en tus ciudades, para que oigan, y aprendan a temer a Jehová tu Dios, y cuiden de poner en práctica todas las palabras de esta ley. Y sus hijos, que todavía no la conocen, la oirán y aprenderán a temer a Jehová nuestro Dios todos los días que viváis en el suelo que vais a tomar en posesión al pasar el Jordán”.

     Más que el contenido de aquel pasaje del Deuteronomio lo que más le impactó al saduceo fue el hecho de que María conociera la Torá. Quizás, como otras mujeres, había sido “secretamente” instruida en su hogar. Pero el religioso se encolerizó y le dijo a Jesús: “¡Tú y tus irreverentes ideas..! ¡Más valdría que buscaras marido para esta viuda deslenguada!, ¿Quién le ha enseñado la ley? ¿Quién ha cometido el sacrilegio de abrir la santidad de la Torá a esta pecadora? ¿Has sido tú, Mesías de madera? ¿Sabes que podría expulsarte de la sinagoga?”.

    Pero Jesús, sonriendo valientemente, le dijo algo que entonces, con el señuelo de un Mesías libertador en el corazón María interpretó erróneamente: “Mide bien tus palabras, Ismael. También yo, el último, me he desvelado, como quien racima tras los viñadores. Por la bendición del Señor me he adelantado, y como viñador he llenado el lagar. Mira que no para mi solo me afano, sino para todos los que buscan la instrucción. Deja a esta viuda con la pena de su viudez y no olvides lo que reza la ley que tanto defiendes: el corazón obstinado se carga de fatigas. Y hay quien se agota y apresura en beneficio de la santidad de un libro, llegando tarde a la suya propia. Si por buscar el ingreso de la justicia en la sinagoga pretendes mi expulsión de la asamblea, ¿no será que estás condenando al justo?”.

   “¿Justo? ¿Te atreves a proclamarte Justo?” le increpó el saduceo con los ojos llenos de odio. “¿Te olvidas de que aquí se te enseñó? ¿Eres tu más justo que el que imparte justicia?”.

    Pero Jesús, con respeto pero con firmeza, le contestó: “No lo he olvidado. Pero no habría estado aquí, de no ser por expreso deseo de mi Padre...”.

    Pero Ismael no entendió y le dijo: “José, tu padre, era un hombre sin doblez, pero blando. Te consintió en exceso y éste es el fruto: un hijo libertino”.

    “Está escrito: el que instruye a su hijo -rechazó Jesús- pondrá celoso a su enemigo. Y ante sus amigos se sentirá gozoso. En cuanto a mis pecados, no olvides que los vástagos de los impíos no tienen muchas ramas...Y dime: ¿acaso las ves en este Mesías de madera?”.

    “¿Cómo te atreves a llamarme impío? Yo soy el custodio de la ley...” –balbuceó nervioso.

    Pero Jesús le desarmó al decir: “El que guarda la ley controla sus ideas.  Ismael –le dijo con paciencia y dulzura- tú ahora, tienes el corazón en la boca. Y yo, algún día, enseñaré lo contrario: que el corazón sea la boca de los sabios”.

    “¿Algún día?...¿Y quién escuchará a un desarrapado carpintero?”.

     Pero aquel Hijo del Hombre en proyecto empezaba a brillar con luz propia. Y tuvo la respuesta justa: “Quién es estimado en la pobreza, ¡cuánto más en la riqueza! – y señalando con el dedo a los cielos agregó- Mi riqueza es hacer la voluntad del Padre. Cuanto mayor es mi fe en Él, más grande es mi crédito en la tierra”.

     Pero el guía “ciego” le dijo: “Estímate en lo que vales. Porque ¿quién apreciará al pobre que aprecia su vida  como tú?”.

     Pero María no pudo contenerse y llena de furia le dijo: “Es estimado en el amor que guarda y otorga. ¿Puedes tu decir lo mismo, que solo has ganado la amistad de los sin amor?. Tu boca amarga, lejos de multiplicar amigos, sólo sabe menguarlos. Tu poder es el del miedo. Te sientas a las mesas de las gentes de esta aldea, pero jamás has abierto tu bolsa ante la adversidad de los demás. Sólo tu te estimas, confundiendo el brillo del lujo con el beneplácito divino. ¿Es que no sabes que el corazón modela el rostro del hombre? Pues bien, mírate y juzga...”. Pero Jesús tiró de su madre obligándola a regresar a casa y a dar por finalizada la disputa. Era claro que ya la animosidad a la familia –y en especial hacia Jesús- ya había despertado en algunos sectores puntuales de la aldea. Sin embargo, el grueso de la gente aún lo estimaba y quería.

    Así que el Maestro tuvo que instruir secretamente a sus hermanas. Cuando Jesús no podía, debido al numeroso trabajo, lo ayudaba Santiago o su Madre. Pero, ¿cómo era Jesús en ese año y en los siguientes como maestro de sus hermanos? El singular “profesor” rechazó usar la vara literal para golpear al enseñar. “La vara de avellano –repetía a los que no compartían sus “métodos pedagógicos”- puede empuñarla cualquiera. La de la paciencia, sólo los auténticos maestros”. Sus enseñanzas a Miriam y Marta, y por extensión a todos sus hermanos, tuvieron un cemento común: Las Escrituras. Así estaba fijado por la tradición y Jesús, siempre respetuoso, no quiso apartarse de ellas. Y aunque la sabiduría base provenía de la Torá, el joven Maestro procuraba alternar las repetitivas y memorísticas recitaciones de los libros sagrados con incursiones a las ciencias de la geografía, las matemáticas, la astronomía o la historia, por citar algunos modelos. Unas disciplinas que en aquel tiempo se hallaban  abiertamente reñidas con la investigación. Al menos para los rigoristas de la ley. El Talmud lo recoge con precisión: “No hagas objeto de tus investigaciones lo que es demasiado difícil. No sondees lo que está oculto”. Pero Jesús no era de este parecer. Sus continuas e inquietantes preguntas le revelaron como un curioso o, si se prefiere, como un investigador nato. Sin embargo, Jesús enseñó las opiniones y conceptos científicos de la época de su mundo.
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      A sus dieciséis años aún no era consciente de su naturaleza divina y de su vasto conocimiento prehumano. Y aunque en más de alguna ocasión les dijo a sus hermanos que sospechaba que debían haber otras explicaciones más lógicas para algunas de las tradiciones populares (como que  en el Templo de Jerusalén estaba la piedra que Dios echó al mar primigenio, con el fin de que la tierra fuera formándose a su alrededor), aún así decía que debían conocer estas opiniones  ya que eran las creencias más extendidas. Pero Jesús no era como los otros maestros. Cuando no sabía una cosa lo confesaba abiertamente, y decía que eso no tenía respuesta para él.

      A Jesús le gustaba cantar este Salmo a sus hermanos. Decía: “Esta escrito: Los Cielos declaran la gloria de Dios, y de la obra de sus manos la expansión está informando”. Entonces les hablaba de nociones básicas de astronomía. Les contaba sobre el Sol, la Luna y las Estrellas, y como estas creaciones beneficiaban al hombre.

    En el capítulo de la geografía Jesús llegó hasta donde pudo. Los conocimientos de la sociedad judía eran más románticos y nacionalistas que científicos. El transmitió lo que creían muchos, que Palestina estaba bañada por siete mares: el Grande (el mediterráneo), el Yam (actual mar de Tiberíades o Galilea), la Samoconita (el lago Hule), el Salado o mar de Sodoma, el mar de Aco (golfo de Acaba), el Schelyath y el Apameo. (Muy probablemente se refería a dos pequeños lagos, ya desaparecidos, ubicados en tierras de Idumea y a los que hace alusión Diodoro de Sicilia).

    Y tomando como referencia los textos bíblicos y lo que había aprendido de las caravanas y viajeros, Jesús se atrevió a pronosticarles que la tierra era mucho más grande de lo que oficialmente se creía. Y que el número de montes, ríos, lagos y animales iba más allá de lo que enumera la tradición. Pero también les aconsejó que fueran prudentes a la hora de hablar de estas cosas con sus amigos y compañeros de Nazaret. La credibilidad del carpintero entre las “fuerzas vivas” de la aldea no se hallaba muy crecida.

    Al estudiar el mundo de los animales, Jesús se hizo lenguas, elogiando la sabiduría de su Padre de los cielos. Y casi en secreto les comunicó que Él no creía demasiado en la división sagrada de “animales puros e impuros”. Y dijo que, por ejemplo, la langosta y otras criaturas con patas que habitan en el mar y que el libro llama “impuras” no podían ser tales. En todo caso, manifestó, que dependerá del tiempo que medie entre la captura y su consumo. Jesús no sabía cuan acertado era su veredicto. En un lugar como el desierto del Sinaí, con temperaturas que podían rebasar los cuarenta grados centígrados, la conservación del marisco resultaba dudosa en extremo, pudiendo perjudicar la salud de los israelitas. De ahí que, con una sabia “visión sanitaria”, Jehová los incluyera entre los animales que no debían ser destinados al consumo.

    Cuando se refería a los perros, Jesús se entristecía con enfado. Él tenía uno en la huerta y lo quería. Por eso no aceptaba que mucha gente de varias regiones circundantes fabricaran amuletos con sus ojos, dientes y lengua. También les recordaba el cuidado y el respeto que tenían que tener hacía todas las formas de vida que el Padre había creado.
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     Cómo profesor de matemáticas, Jesús no fue más allá de lo estrictamente necesario. Tampoco se precisaban grandes conocimientos para el cotidiano rodar de la vida en una aldea como Nazaret: números, operaciones rutinarias y elementales, pesos y medidas y algo de geometría, básicamente enfocada a la agrimensura o medida de las tierras. Cuando se tocaba el mundo de los números los ojos de Jesús se iluminaban. Flotaba en ellos el amarillo de la llama. Todos sabían que le entusiasmaban. Pero nunca quiso entrar en honduras. Los llamaba la “secreta correspondencia del Padre de los cielos”. Aunque muy pocos lo supieron, el Maestro había sido un estudioso de la Kábala judía. Fue una secreta afición que daba a entender que las Escrituras estaban escritas en dos lecturas, dónde los textos bíblicos guardaban un doble significado. El sabía que los soferim o “contadores” habían descubierto que el vocablo exacto en el centro de las Escrituras Hebreas era el verbo “buscar”. También sabía de los acrósticos en dónde el Nombre de Dios (Jehová) había sido ocultado.

     Jesús se preocuparía igualmente de otro capítulo, vital para el futuro desenvolvimiento de los suyos: los idiomas. El trato con los caravaneros influyó en esta  encomiable y universal visión del Galileo. Como en decenas de costumbres del cerrado círculo social judío, el joven Jesús no compartía la regresiva obsesión de los “sabios” de Israel por levantar obstáculos al progreso. En este caso , esa “modernidad” tenía un nombre concreto: el griego. Para el carpintero de Nazaret era  obvio que no dominar la lengua “internacional” era una limitación. Y puso especial énfasis en que sus hermanos lo conocieran. Éste, sin  duda, fue otro de sus triunfos a su corta edad. Lo había aprendido de su padre José: sus negocios y viajes le exigieron aprenderlo; lo escuchó también de su madre.  Además sus observaciones en Jerusalén le demostraron cuán importante era. Jesús no hablaba el griego de Platón o de los inmortales trágicos. Tampoco lo necesitaba. El Coiné que manejaba era suficiente para que su palabra llegara limpia y sin errores a oídos del procurador romano, del centurión de Nahum que solicitó la curación de uno de sus siervos o de los muchos griegos y paganos que tuvieron la fortuna de cruzarse en su camino. Hoy en día, de manera equivocada muchos críticos y exegetas han negado que el Maestro pudiera haber hablado más de tres idiomas e incluso escribir. ¡Cuán equivocados están con respecto a la figura y a la inteligencia de aquel Hombre!
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     En realidad, durante este año entero Jesús no pudo alejarse casi nunca de su banco de carpintero. Afortunadamente tenía trabajo de sobra; la calidad de su producción era tal que no estuvo nunca ocioso aunque escasease el trabajo en esa región. Y los pocos tiempos libres los dedicaba a enseñar a los niños. Pero a veces tenía tanto que hacer en la carpintería que Santiago lo ayudaba.

     A los dos años de la muerte de su padre, el carpintero de Nazaret empezó a destacar cada vez más en su oficio. Pocos yugos, arados, aperos de labranza y enseres de madera en toda la comarca guardaban la finura que sabía imprimir aquel Jesús de dieciséis años. Amén de cumplir con su obligación, sacando adelante a tan numerosa prole, el joven artesano disfrutaba con su trabajo. Santiago, su hermano, que pasaría muchas horas a su lado, ayudándole, era uno de los que más y mejor le conoció en este interesante capítulo de su mal llamada “vida oculta”. Un capítulo en el que, a poco que se profundice, aparece ya el Jesús del futuro.
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     La historia ha imaginado al Jesús carpintero como un obrero más o menos rutinario, obligado por el mayorazgo a desenvolverse en un oficio oscuro y aburrido. Lamentable error. Aunque es cierto que desde los cinco años empezó a trastear a la sombra de su padre, entre vigas, herramientas, virutas y maderas de muy diversa índole, Jesús tenía la capacidad innata de identificarse y “hacerse uno” con lo que llevaba entre manos. En este sentido, la madera –y no por casualidad- constituyó durante años un íntimo y gratificante modo de expresarse y expresar lo que latía en su sensible corazón. Jesús encontró en cada paso de este bello oficio –desde la simple tala hasta el más pulcro acabado- un reto hacía sí mismo. Fue y no fue un artesano que trabaja por encargo. Cumplía los pedidos pero, lo que muy pocos supieron es que, en cada banco, en cada arca, en cada yugo, en cada puerta o mango de azada que remataba se había “ido” un girón de su alma. El Jesús ebanista y el Jesús fabricante de pesadas vigas para terrados acariciaba la madera, respiraba al ritmo de la sierra y de la garlopa, espiraba al tiempo de cortar y escuchaba el ronroneo de las gubias. Sabía que la madera tiene corazón y, en consecuencia, le hablaba. Aquel carpintero, poco a poco, llegó a “descubrir” en el duro e impermeable roble la naturaleza de muchos seres humanos: granítica en su exterior y de fibras largas, rectas y flexibles, fáciles de manejar. Y del nogal aprendió también que, a pesar de su resistencia al hacha, su corazón era como una malla de oro. Y como sucede con otros hombres, “vio” en el avellano una madera flexible, semidura, tenaz..., pero de escasa duración. Aquel “corazón” ni daba fuego ni ceniza... Y quizá asoció el olivo con esos humanos que, retorcidos por el dolor y las miserias, precisan de un “secado” especialmente delicado...

    ¡Qué maravilloso es recrearnos con aquel carpintero que hizo de la verticalidad de la madera un esperanzado y horizontal camino!

     No, Jesús no fue un aburrido artesano. Como sucede con los oficios que iría desempeñando, fue humilde en el aprendizaje y alegre en la madurez. Y equilibró la dureza de los mismos con un permanente descubrir. Cada nuevo encargo era un no saber, un enigma, un desafío...

     Merced a la magia de su pensamiento creador, el luto de hierro de la familia de Nazaret fue a sublimarse en un cálido pasar día tras día. Y a pesar de las estrecheces y de su aparentemente frustrado “gran plan”, el sosiego terminó por acomodarse en el hogar como uno más.
   
     Para fines de este año ya casi había tomado la decisión de dedicarse públicamente, después de criar a sus hermanos y verlos casados, a su labor de maestro de la verdad y revelador del Padre celestial en el mundo. Sabía que no se convertiría en el Mesías que esperaban los judíos, pero decidió que no valía la pena hablar de estos asuntos con su madre; puesto que sus palabras en el pasado poco o nada habían hecho para convencerla, y recordaba además que su padre no había conseguido nunca hacerle cambiar de opinión, le pareció más práctico permitirle que siguiera abrigando las ilusiones que quisiese. A partir de este año conversó cada vez menos con su madre y con otros acerca de estos problemas. Su misión era tan singular que ningún ser habitante de la tierra podía aconsejarlo respecto a su consecución.

     Pese a su juventud fue un verdadero padre para la familia; pasaba todo el tiempo posible con los pequeños, que lo amaban de todo corazón. Su madre sufría de verlo trabajar tan duro; se apenaba de que estuviera atado día tras día al banco de carpintero para mantener a la familia, en lugar de estar en Jerusalén y estudiar junto a los rabinos, como con tanto cariño lo habían planeado. Si bien en muchos aspectos María no lo comprendía, amaba a su hijo y estaba llena de admiración y gratitud por la buena voluntad de Jesús al asumir la responsabilidad del hogar.

    Dicho así, contemplado en la distancia de dos mil años, el asunto puede desdibujarse. Y corremos el riesgo de minimizar lo ocurrido en el corazón de aquel Hombre. Jesús controló, frenó y congeló su más bello proyecto durante más de doce años. Si uno se pone a pensar lo que son y lo que pueden significar doce largos años de trabajo, y en una aldea como Nazaret, no puede por menos que reconocer que su voluntad, paciencia y salud mental eran dignas de un coloso. Evidentemente, la aparición del Hijo del Hombre no fue algo repentino, ni fruto de una “súbita iluminación”, como puede creer algunos. Hubo toda una puesta en marcha previa como fundamento a su posterior gira de predicación. ¡Qué demoledora lección para los impacientes!

    Y durante ese dilatado periodo, salvo Santiago y su amigo Jacobo, nadie pudo intuir su “sueño”. Es más, envuelta en la rutina del hogar, la Señora llegó a dudar del carácter mesiánico de su Hijo. Si exploramos la situación con frialdad y detenimiento, la postura de la madre no era descabellada. Doce años, insistimos, son demasiados para cualquiera, incluyendo a la patriótica Señora. Doce años en los que Jesús se negó, sistemáticamente, a compartir los ideales nacionalistas de María. Doce años en los que jamás habló como profeta. Doce años sin realizar un solo prodigio. Doce años de silencio, de aparente monotonía en su taller...¿qué podía esperar la desolada mujer?

    Y sin embargo, en ese tiempo, como iremos viendo, Jesús experimentaría “su”  gran metamorfosis. El Jesús hombre, en mitad de una terrorífica lucha interior, descubriría que, además de humano, era parte y todo de esa divinidad. “Algo” que removería sus cimientos interiores. “Algo” que, por supuesto, María no supo hasta la resurrección..., y no con excesiva claridad. No era de extrañar, por tanto, que el Hijo del Hombre se refugiara en el silencio. Ni siquiera sus más íntimos podían comprenderle y comprender a lo que estaba llamado. Si ha habido alguna vez un hombre SOLO, ése fue Jesús de Nazaret...