Hay, de hecho, muchas otras cosas también que Jesús hizo, que, si se escribieran alguna vez en todo detalle, supongo que el mundo mismo no podría contener los rollos que se escribieran.- Juan 21:25

miércoles, 30 de junio de 2010

LOS AÑOS DE LA ADOLESCENCIA

AL ENTRAR a los años de su adolescencia, Jesús se encontró como jefe y único sostén de una numerosa familia. La muerte prematura de José, cambió y torció los sueños de este "hombre-dios". Pocos años después de la muerte de su padre habían perdido todas sus propiedades. Según pasaba el tiempo, Jesús iba cobrando paulatinamente conciencia de su preexistencia; al mismo tiempo se daba cuenta cada vez más plenamente de que su presencia en la tierra y en la carne respondía al propósito explícito de revelar su Padre Paradisiaco a los hijos de los hombres.

     Ningún adolescente que haya vivido o haya de vivir en este mundo o en otro, ha tenido o tendrá jamás problemas tan difíciles y profundos que resolver ni tan intrincadas dificultades que desentrañar. Ningún joven de la Tierra tendrá que pasar jamás por los conflictos angustiosos y las duras pruebas por los que Jesús mismo tuvo que atravesar durante esos arduos años que median entre los quince y los veinte de su edad.

     Habiendo tenido pues la experiencia real de vivir estos años de adolescencia en un mundo asediado por el mal y perturbado por el pecado, el Hijo del Hombre llegó a poseer pleno conocimiento de la experiencia vital de los jóvenes de todos los dominios del universo, y así para siempre se convirtió en el comprensivo refugio de los adolescentes acongojados y perplejos de todas las edades y de todos los mundos del universo local.

     Lentamente y con certidumbre y a través de la experiencia real, este Hijo divino gana el derecho de convertirse en el soberano de su universo, el gobernante supremo e indisputado de todas las inteligencias creadas en todos los mundos del universo local, el comprensivo refugio de los seres de todas las edades y de todos los grados de dotes y experiencias personales.

EL AÑO DECIMOSEXTO

     El Hijo encarnado tuvo una infancia y niñez sin experiencias extraordinarias. Emergió luego de la penosa y difícil etapa de transición entre la infancia y la juventud —llegó a ser el Jesús adolescente.

     Este año alcanzó él su plena estatura y fortaleza física. Bastante alto para su edad. Era un hermoso joven viril, cada vez más serio y reservado, al mismo tiempo que compasivo y amable. Tenía una mirada dulce, pero inquisitiva, a la luz del día sus ojos se aclaraban como la miel; su sonrisa era siempre simpática y reconfortante; su voz, al principio parecía salir de una cripta, luego se tornó musical y al mismo tiempo fuerte y enérgica; su saludo, cordial, pero sin afectación. Siempre, incluso en los contactos más comunes, parecía traslucirse la esencia de una doble naturaleza: la humana y la divina. Siempre se trasmitía esa combinación de amigo cordial y de maestro autoritario. Y estos rasgos de personalidad comenzaron a manifestarse desde temprano, ya desde su adolescencia.
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     Este joven físicamente robusto y fuerte también había adquirido el pleno desarrollo de su intelecto humano, aunque no la completa experiencia del pensamiento humano pero sí la plena capacidad para tal desarrollo del intelecto. Poseía un cuerpo sano y bien proporcionado, una mente aguda y analítica, una disposición de ánimo generosa y compasiva, un temperamento un tanto fluctuante pero acometedor, cualidades éstas que se estaban integrando en una personalidad fuerte, admirable y atractiva.

     Según pasaba el tiempo, se hacía más difícil para su madre y sus hermanos y hermanas comprenderle; sus palabras los confundían e interpretaban mal sus acciones. No estaban preparados para comprender la vida de su hermano mayor, porque su madre les había dado a entender que él estaba destinado a ser el libertador del pueblo judío. Después de oír de labios de María tales insinuaciones como secretos de familia, imaginaos su confusión cuando escuchaban a Jesús negar categóricamente toda idea e intención en este sentido.

     Este año Simón comenzó la escuela, y la familia se vio obligada a vender otra casa. Santiago se encargaba de la enseñanza de sus tres hermanas, dos de las cuales ya tenían edad para emprender estudios serios. Tan pronto como Ruth creció, confiaron su educación a Miriam y Marta. Ordinariamente las muchachas de las familias judías recibían poca educación, pero Jesús opinaba (y su madre convenía en esto) que las chicas debían ir a la escuela lo mismo que los varones, y puesto que la escuela de la sinagoga no las admitiría, hubo que establecer clases privadas especialmente para ellas en el hogar.

     Pero no podemos olvidar justamente como la impulsiva María insistió en que a sus hijas se les instruyera públicamente en la aldea. La Señora, por la educación recibida en su infancia y juventud, por su arraigado respeto a la libertad de las ideas y creencias y por las relativamente cómodas circunstancias de haber vivido en una Galilea tolerante y liberal, era un avanzado ejemplo de lo que hoy se conoce como “feminista”. Jamás (en Nazaret) se le vio salir a la calle con el rostro cubierto, tal y como fijaban los preceptos de Jerusalén, o ruborizarse porque un vecino o extraño  pudieran dirigirle la palabra. Cumplía con lo establecido a la hora de acudir a los servicios de la sinagoga pero, por supuesto, no estaba conforme con el “sistema”. Y se sintió feliz y recompensada cuando su Hijo, contra todo pronóstico y norma, admitió en su vida de predicación a un grupo de mujeres que, como los discípulos, le acompañó en muchos momentos de su ministerio público. Por ello, al plantearse el difícil problema de la educación de sus hijas Miriam y Marta, no lo dudó un segundo: “serían instruidas en la Torá..., pública o secretamente”.

     María habló con Jesús y, a pesar de los sensatos argumentos de su Hijo, cayó en una de esas crisis de tozudez. “¿Por qué no dar el paso?”, razonaba. Y a pesar de que ni siquiera en la abierta Galilea había llegado aún la “perversa costumbre griega y romana” (como decían los ortodoxos judíos) de admitir en las escuelas básicas a las mujeres, la Señora insistió. Aunque los argumentos del joven “cabeza de familia” apelaban a la triste realidad, un día los dos se presentaron en la escuela-sinagoga.
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     Se dialogó con un saduceo (encargado de la admisión), y claro está, se discutió. “Antes muerto que violar la ley de Moisés” sentenció el saduceo. Y María, de manera impulsiva, le soltó en la cara lo que decía la misma Torá: “Y Moisés puso la ley por escrito y se la dio a los sacerdotes...Y les dio esta orden: cada siete años, tiempo fijado para el año de la Remisión, en la fiesta de las Tiendas, cuando todo Israel acuda, para ver el rostro de Jehová tu Dios, al lugar elegido por él, leerás esta ley a oídos de todo Israel. Congrega al pueblo, hombres, mujeres y niños, y al forastero que vive en tus ciudades, para que oigan, y aprendan a temer a Jehová tu Dios, y cuiden de poner en práctica todas las palabras de esta ley. Y sus hijos, que todavía no la conocen, la oirán y aprenderán a temer a Jehová nuestro Dios todos los días que viváis en el suelo que vais a tomar en posesión al pasar el Jordán”.

     Más que el contenido de aquel pasaje del Deuteronomio lo que más le impactó al saduceo fue el hecho de que María conociera la Torá. Quizás, como otras mujeres, había sido “secretamente” instruida en su hogar. Pero el religioso se encolerizó y le dijo a Jesús: “¡Tú y tus irreverentes ideas..! ¡Más valdría que buscaras marido para esta viuda deslenguada!, ¿Quién le ha enseñado la ley? ¿Quién ha cometido el sacrilegio de abrir la santidad de la Torá a esta pecadora? ¿Has sido tú, Mesías de madera? ¿Sabes que podría expulsarte de la sinagoga?”.

    Pero Jesús, sonriendo valientemente, le dijo algo que entonces, con el señuelo de un Mesías libertador en el corazón María interpretó erróneamente: “Mide bien tus palabras, Ismael. También yo, el último, me he desvelado, como quien racima tras los viñadores. Por la bendición del Señor me he adelantado, y como viñador he llenado el lagar. Mira que no para mi solo me afano, sino para todos los que buscan la instrucción. Deja a esta viuda con la pena de su viudez y no olvides lo que reza la ley que tanto defiendes: el corazón obstinado se carga de fatigas. Y hay quien se agota y apresura en beneficio de la santidad de un libro, llegando tarde a la suya propia. Si por buscar el ingreso de la justicia en la sinagoga pretendes mi expulsión de la asamblea, ¿no será que estás condenando al justo?”.

   “¿Justo? ¿Te atreves a proclamarte Justo?” le increpó el saduceo con los ojos llenos de odio. “¿Te olvidas de que aquí se te enseñó? ¿Eres tu más justo que el que imparte justicia?”.

    Pero Jesús, con respeto pero con firmeza, le contestó: “No lo he olvidado. Pero no habría estado aquí, de no ser por expreso deseo de mi Padre...”.

    Pero Ismael no entendió y le dijo: “José, tu padre, era un hombre sin doblez, pero blando. Te consintió en exceso y éste es el fruto: un hijo libertino”.

    “Está escrito: el que instruye a su hijo -rechazó Jesús- pondrá celoso a su enemigo. Y ante sus amigos se sentirá gozoso. En cuanto a mis pecados, no olvides que los vástagos de los impíos no tienen muchas ramas...Y dime: ¿acaso las ves en este Mesías de madera?”.

    “¿Cómo te atreves a llamarme impío? Yo soy el custodio de la ley...” –balbuceó nervioso.

    Pero Jesús le desarmó al decir: “El que guarda la ley controla sus ideas.  Ismael –le dijo con paciencia y dulzura- tú ahora, tienes el corazón en la boca. Y yo, algún día, enseñaré lo contrario: que el corazón sea la boca de los sabios”.

    “¿Algún día?...¿Y quién escuchará a un desarrapado carpintero?”.

     Pero aquel Hijo del Hombre en proyecto empezaba a brillar con luz propia. Y tuvo la respuesta justa: “Quién es estimado en la pobreza, ¡cuánto más en la riqueza! – y señalando con el dedo a los cielos agregó- Mi riqueza es hacer la voluntad del Padre. Cuanto mayor es mi fe en Él, más grande es mi crédito en la tierra”.

     Pero el guía “ciego” le dijo: “Estímate en lo que vales. Porque ¿quién apreciará al pobre que aprecia su vida  como tú?”.

     Pero María no pudo contenerse y llena de furia le dijo: “Es estimado en el amor que guarda y otorga. ¿Puedes tu decir lo mismo, que solo has ganado la amistad de los sin amor?. Tu boca amarga, lejos de multiplicar amigos, sólo sabe menguarlos. Tu poder es el del miedo. Te sientas a las mesas de las gentes de esta aldea, pero jamás has abierto tu bolsa ante la adversidad de los demás. Sólo tu te estimas, confundiendo el brillo del lujo con el beneplácito divino. ¿Es que no sabes que el corazón modela el rostro del hombre? Pues bien, mírate y juzga...”. Pero Jesús tiró de su madre obligándola a regresar a casa y a dar por finalizada la disputa. Era claro que ya la animosidad a la familia –y en especial hacia Jesús- ya había despertado en algunos sectores puntuales de la aldea. Sin embargo, el grueso de la gente aún lo estimaba y quería.

    Así que el Maestro tuvo que instruir secretamente a sus hermanas. Cuando Jesús no podía, debido al numeroso trabajo, lo ayudaba Santiago o su Madre. Pero, ¿cómo era Jesús en ese año y en los siguientes como maestro de sus hermanos? El singular “profesor” rechazó usar la vara literal para golpear al enseñar. “La vara de avellano –repetía a los que no compartían sus “métodos pedagógicos”- puede empuñarla cualquiera. La de la paciencia, sólo los auténticos maestros”. Sus enseñanzas a Miriam y Marta, y por extensión a todos sus hermanos, tuvieron un cemento común: Las Escrituras. Así estaba fijado por la tradición y Jesús, siempre respetuoso, no quiso apartarse de ellas. Y aunque la sabiduría base provenía de la Torá, el joven Maestro procuraba alternar las repetitivas y memorísticas recitaciones de los libros sagrados con incursiones a las ciencias de la geografía, las matemáticas, la astronomía o la historia, por citar algunos modelos. Unas disciplinas que en aquel tiempo se hallaban  abiertamente reñidas con la investigación. Al menos para los rigoristas de la ley. El Talmud lo recoge con precisión: “No hagas objeto de tus investigaciones lo que es demasiado difícil. No sondees lo que está oculto”. Pero Jesús no era de este parecer. Sus continuas e inquietantes preguntas le revelaron como un curioso o, si se prefiere, como un investigador nato. Sin embargo, Jesús enseñó las opiniones y conceptos científicos de la época de su mundo.
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      A sus dieciséis años aún no era consciente de su naturaleza divina y de su vasto conocimiento prehumano. Y aunque en más de alguna ocasión les dijo a sus hermanos que sospechaba que debían haber otras explicaciones más lógicas para algunas de las tradiciones populares (como que  en el Templo de Jerusalén estaba la piedra que Dios echó al mar primigenio, con el fin de que la tierra fuera formándose a su alrededor), aún así decía que debían conocer estas opiniones  ya que eran las creencias más extendidas. Pero Jesús no era como los otros maestros. Cuando no sabía una cosa lo confesaba abiertamente, y decía que eso no tenía respuesta para él.

      A Jesús le gustaba cantar este Salmo a sus hermanos. Decía: “Esta escrito: Los Cielos declaran la gloria de Dios, y de la obra de sus manos la expansión está informando”. Entonces les hablaba de nociones básicas de astronomía. Les contaba sobre el Sol, la Luna y las Estrellas, y como estas creaciones beneficiaban al hombre.

    En el capítulo de la geografía Jesús llegó hasta donde pudo. Los conocimientos de la sociedad judía eran más románticos y nacionalistas que científicos. El transmitió lo que creían muchos, que Palestina estaba bañada por siete mares: el Grande (el mediterráneo), el Yam (actual mar de Tiberíades o Galilea), la Samoconita (el lago Hule), el Salado o mar de Sodoma, el mar de Aco (golfo de Acaba), el Schelyath y el Apameo. (Muy probablemente se refería a dos pequeños lagos, ya desaparecidos, ubicados en tierras de Idumea y a los que hace alusión Diodoro de Sicilia).

    Y tomando como referencia los textos bíblicos y lo que había aprendido de las caravanas y viajeros, Jesús se atrevió a pronosticarles que la tierra era mucho más grande de lo que oficialmente se creía. Y que el número de montes, ríos, lagos y animales iba más allá de lo que enumera la tradición. Pero también les aconsejó que fueran prudentes a la hora de hablar de estas cosas con sus amigos y compañeros de Nazaret. La credibilidad del carpintero entre las “fuerzas vivas” de la aldea no se hallaba muy crecida.

    Al estudiar el mundo de los animales, Jesús se hizo lenguas, elogiando la sabiduría de su Padre de los cielos. Y casi en secreto les comunicó que Él no creía demasiado en la división sagrada de “animales puros e impuros”. Y dijo que, por ejemplo, la langosta y otras criaturas con patas que habitan en el mar y que el libro llama “impuras” no podían ser tales. En todo caso, manifestó, que dependerá del tiempo que medie entre la captura y su consumo. Jesús no sabía cuan acertado era su veredicto. En un lugar como el desierto del Sinaí, con temperaturas que podían rebasar los cuarenta grados centígrados, la conservación del marisco resultaba dudosa en extremo, pudiendo perjudicar la salud de los israelitas. De ahí que, con una sabia “visión sanitaria”, Jehová los incluyera entre los animales que no debían ser destinados al consumo.

    Cuando se refería a los perros, Jesús se entristecía con enfado. Él tenía uno en la huerta y lo quería. Por eso no aceptaba que mucha gente de varias regiones circundantes fabricaran amuletos con sus ojos, dientes y lengua. También les recordaba el cuidado y el respeto que tenían que tener hacía todas las formas de vida que el Padre había creado.
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     Cómo profesor de matemáticas, Jesús no fue más allá de lo estrictamente necesario. Tampoco se precisaban grandes conocimientos para el cotidiano rodar de la vida en una aldea como Nazaret: números, operaciones rutinarias y elementales, pesos y medidas y algo de geometría, básicamente enfocada a la agrimensura o medida de las tierras. Cuando se tocaba el mundo de los números los ojos de Jesús se iluminaban. Flotaba en ellos el amarillo de la llama. Todos sabían que le entusiasmaban. Pero nunca quiso entrar en honduras. Los llamaba la “secreta correspondencia del Padre de los cielos”. Aunque muy pocos lo supieron, el Maestro había sido un estudioso de la Kábala judía. Fue una secreta afición que daba a entender que las Escrituras estaban escritas en dos lecturas, dónde los textos bíblicos guardaban un doble significado. El sabía que los soferim o “contadores” habían descubierto que el vocablo exacto en el centro de las Escrituras Hebreas era el verbo “buscar”. También sabía de los acrósticos en dónde el Nombre de Dios (Jehová) había sido ocultado.

     Jesús se preocuparía igualmente de otro capítulo, vital para el futuro desenvolvimiento de los suyos: los idiomas. El trato con los caravaneros influyó en esta  encomiable y universal visión del Galileo. Como en decenas de costumbres del cerrado círculo social judío, el joven Jesús no compartía la regresiva obsesión de los “sabios” de Israel por levantar obstáculos al progreso. En este caso , esa “modernidad” tenía un nombre concreto: el griego. Para el carpintero de Nazaret era  obvio que no dominar la lengua “internacional” era una limitación. Y puso especial énfasis en que sus hermanos lo conocieran. Éste, sin  duda, fue otro de sus triunfos a su corta edad. Lo había aprendido de su padre José: sus negocios y viajes le exigieron aprenderlo; lo escuchó también de su madre.  Además sus observaciones en Jerusalén le demostraron cuán importante era. Jesús no hablaba el griego de Platón o de los inmortales trágicos. Tampoco lo necesitaba. El Coiné que manejaba era suficiente para que su palabra llegara limpia y sin errores a oídos del procurador romano, del centurión de Nahum que solicitó la curación de uno de sus siervos o de los muchos griegos y paganos que tuvieron la fortuna de cruzarse en su camino. Hoy en día, de manera equivocada muchos críticos y exegetas han negado que el Maestro pudiera haber hablado más de tres idiomas e incluso escribir. ¡Cuán equivocados están con respecto a la figura y a la inteligencia de aquel Hombre!
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     En realidad, durante este año entero Jesús no pudo alejarse casi nunca de su banco de carpintero. Afortunadamente tenía trabajo de sobra; la calidad de su producción era tal que no estuvo nunca ocioso aunque escasease el trabajo en esa región. Y los pocos tiempos libres los dedicaba a enseñar a los niños. Pero a veces tenía tanto que hacer en la carpintería que Santiago lo ayudaba.

     A los dos años de la muerte de su padre, el carpintero de Nazaret empezó a destacar cada vez más en su oficio. Pocos yugos, arados, aperos de labranza y enseres de madera en toda la comarca guardaban la finura que sabía imprimir aquel Jesús de dieciséis años. Amén de cumplir con su obligación, sacando adelante a tan numerosa prole, el joven artesano disfrutaba con su trabajo. Santiago, su hermano, que pasaría muchas horas a su lado, ayudándole, era uno de los que más y mejor le conoció en este interesante capítulo de su mal llamada “vida oculta”. Un capítulo en el que, a poco que se profundice, aparece ya el Jesús del futuro.
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     La historia ha imaginado al Jesús carpintero como un obrero más o menos rutinario, obligado por el mayorazgo a desenvolverse en un oficio oscuro y aburrido. Lamentable error. Aunque es cierto que desde los cinco años empezó a trastear a la sombra de su padre, entre vigas, herramientas, virutas y maderas de muy diversa índole, Jesús tenía la capacidad innata de identificarse y “hacerse uno” con lo que llevaba entre manos. En este sentido, la madera –y no por casualidad- constituyó durante años un íntimo y gratificante modo de expresarse y expresar lo que latía en su sensible corazón. Jesús encontró en cada paso de este bello oficio –desde la simple tala hasta el más pulcro acabado- un reto hacía sí mismo. Fue y no fue un artesano que trabaja por encargo. Cumplía los pedidos pero, lo que muy pocos supieron es que, en cada banco, en cada arca, en cada yugo, en cada puerta o mango de azada que remataba se había “ido” un girón de su alma. El Jesús ebanista y el Jesús fabricante de pesadas vigas para terrados acariciaba la madera, respiraba al ritmo de la sierra y de la garlopa, espiraba al tiempo de cortar y escuchaba el ronroneo de las gubias. Sabía que la madera tiene corazón y, en consecuencia, le hablaba. Aquel carpintero, poco a poco, llegó a “descubrir” en el duro e impermeable roble la naturaleza de muchos seres humanos: granítica en su exterior y de fibras largas, rectas y flexibles, fáciles de manejar. Y del nogal aprendió también que, a pesar de su resistencia al hacha, su corazón era como una malla de oro. Y como sucede con otros hombres, “vio” en el avellano una madera flexible, semidura, tenaz..., pero de escasa duración. Aquel “corazón” ni daba fuego ni ceniza... Y quizá asoció el olivo con esos humanos que, retorcidos por el dolor y las miserias, precisan de un “secado” especialmente delicado...

    ¡Qué maravilloso es recrearnos con aquel carpintero que hizo de la verticalidad de la madera un esperanzado y horizontal camino!

     No, Jesús no fue un aburrido artesano. Como sucede con los oficios que iría desempeñando, fue humilde en el aprendizaje y alegre en la madurez. Y equilibró la dureza de los mismos con un permanente descubrir. Cada nuevo encargo era un no saber, un enigma, un desafío...

     Merced a la magia de su pensamiento creador, el luto de hierro de la familia de Nazaret fue a sublimarse en un cálido pasar día tras día. Y a pesar de las estrecheces y de su aparentemente frustrado “gran plan”, el sosiego terminó por acomodarse en el hogar como uno más.
   
     Para fines de este año ya casi había tomado la decisión de dedicarse públicamente, después de criar a sus hermanos y verlos casados, a su labor de maestro de la verdad y revelador del Padre celestial en el mundo. Sabía que no se convertiría en el Mesías que esperaban los judíos, pero decidió que no valía la pena hablar de estos asuntos con su madre; puesto que sus palabras en el pasado poco o nada habían hecho para convencerla, y recordaba además que su padre no había conseguido nunca hacerle cambiar de opinión, le pareció más práctico permitirle que siguiera abrigando las ilusiones que quisiese. A partir de este año conversó cada vez menos con su madre y con otros acerca de estos problemas. Su misión era tan singular que ningún ser habitante de la tierra podía aconsejarlo respecto a su consecución.

     Pese a su juventud fue un verdadero padre para la familia; pasaba todo el tiempo posible con los pequeños, que lo amaban de todo corazón. Su madre sufría de verlo trabajar tan duro; se apenaba de que estuviera atado día tras día al banco de carpintero para mantener a la familia, en lugar de estar en Jerusalén y estudiar junto a los rabinos, como con tanto cariño lo habían planeado. Si bien en muchos aspectos María no lo comprendía, amaba a su hijo y estaba llena de admiración y gratitud por la buena voluntad de Jesús al asumir la responsabilidad del hogar.

    Dicho así, contemplado en la distancia de dos mil años, el asunto puede desdibujarse. Y corremos el riesgo de minimizar lo ocurrido en el corazón de aquel Hombre. Jesús controló, frenó y congeló su más bello proyecto durante más de doce años. Si uno se pone a pensar lo que son y lo que pueden significar doce largos años de trabajo, y en una aldea como Nazaret, no puede por menos que reconocer que su voluntad, paciencia y salud mental eran dignas de un coloso. Evidentemente, la aparición del Hijo del Hombre no fue algo repentino, ni fruto de una “súbita iluminación”, como puede creer algunos. Hubo toda una puesta en marcha previa como fundamento a su posterior gira de predicación. ¡Qué demoledora lección para los impacientes!

    Y durante ese dilatado periodo, salvo Santiago y su amigo Jacobo, nadie pudo intuir su “sueño”. Es más, envuelta en la rutina del hogar, la Señora llegó a dudar del carácter mesiánico de su Hijo. Si exploramos la situación con frialdad y detenimiento, la postura de la madre no era descabellada. Doce años, insistimos, son demasiados para cualquiera, incluyendo a la patriótica Señora. Doce años en los que Jesús se negó, sistemáticamente, a compartir los ideales nacionalistas de María. Doce años en los que jamás habló como profeta. Doce años sin realizar un solo prodigio. Doce años de silencio, de aparente monotonía en su taller...¿qué podía esperar la desolada mujer?

    Y sin embargo, en ese tiempo, como iremos viendo, Jesús experimentaría “su”  gran metamorfosis. El Jesús hombre, en mitad de una terrorífica lucha interior, descubriría que, además de humano, era parte y todo de esa divinidad. “Algo” que removería sus cimientos interiores. “Algo” que, por supuesto, María no supo hasta la resurrección..., y no con excesiva claridad. No era de extrañar, por tanto, que el Hijo del Hombre se refugiara en el silencio. Ni siquiera sus más íntimos podían comprenderle y comprender a lo que estaba llamado. Si ha habido alguna vez un hombre SOLO, ése fue Jesús de Nazaret...

sábado, 29 de mayo de 2010

LOS DOS AÑOS CRUCIALES


DE TODAS las experiencias de la vida terrenal de Jesús, los años catorce y quince de su vida fueron los más cruciales. Estos dos años, después de que comenzara Jesús a cobrar conciencia de su divinidad y destino, y antes de que lograra un alto grado de comunicación con su Ajustador residente interior fueron los más atribulados de su extraordinaria vida en la Tierra. En éstos años él no sabía quién era totalmente y no había logrado la conexión suprema con Dios. Así que estaba desprovisto de muchas armas espirituales que más tarde obtuvo. Por eso, desde éste ángulo,  es este período de dos años el que debería llamarse la gran prueba, la verdadera tentación. Ningún joven humano, al experimentar las confusiones y los problemas de adaptación inherentes a la adolescencia, hubo de someterse jamás a una prueba más crucial que aquella por la que pasó Jesús durante su transición de la niñez a la juventud.


Este importante período en el desarrollo juvenil de Jesús comenzó al término de su visita a Jerusalén y a su regreso a Nazaret. Al principio María estaba feliz con la idea de haber nuevamente recobrado a su hijo, de que Jesús había vuelto al hogar como hijo obediente, como siempre lo había sido, y que de ahí en adelante sería más receptivo a los planes de ella para su vida futura. Pero no habría de solazarse por mucho tiempo en este sol de ilusión materna y de orgullo familiar no confesado; muy pronto habría de desilusionarse aun más. Cada vez más gozaba el muchacho en la compañía de su padre; cada vez acudía menos a ella con sus problemas; al mismo tiempo ambos padres cada vez más tenían dificultades en entender las frecuentes fluctuaciones de Jesús entre los asuntos de este mundo y la contemplación de su relación con los asuntos de su Padre. Francamente, no lo comprendían, aunque lo amaban tiernamente.

A medida que Jesús crecía, se profundizaban en su corazón la compasión y el amor por el pueblo judío; pero con el paso de los años se fue acentuando en su mente un recto resentimiento por la presencia de los sacerdotes nombrados por razones políticas en el templo del Padre. Jesús tenía un gran respeto a los fariseos sinceros y a los escribas honestos, pero mucho despreciaba la actitud de los fariseos hipócritas y a los teólogos deshonestos, y miraba con desdén a todos los líderes religiosos que no eran sinceros. Cuando escudriñaba el liderazgo de Israel, le tentaba a veces contemplar la posibilidad de convertirse en el Mesías que esperaban los judíos, pero no cayó nunca en esa tentación.
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La crónica de sus hazañas entre los sabios del templo en Jerusalén causó placer en Nazaret, especialmente entre los antiguos maestros de Jesús en la escuela de la sinagoga. Durante un tiempo las alabanzas andaban en labios de todos. La aldea entera relataba su sabiduría y su conducta ejemplar cuando niño y predecía que estaba destinado a convertirse en un gran líder de Israel; finalmente saldría de Nazaret de Galilea un maestro verdaderamente superior. Todos ellos anhelaban el momento en que Jesús cumpliera los quince años, porque entonces se le permitiría leer regularmente las escrituras en la sinagoga durante los servicios del sábado.

 EL AÑO DECIMOCUARTO

Es éste el año calendario de su catorce cumpleaños. Había aprendido muy bien a hacer yugos y también sabía trabajar la lona y el cuero. También se estaba convirtiendo rápidamente en carpintero y ebanista experto. Ese verano frecuentemente trepaba a la cima de la colina situada al noroeste de Nazaret, para orar y meditar. Gradualmente iba cobrando más y más conciencia de la naturaleza de su autootorgamiento en la Tierra.

Esta colina había sido, poco más de cien años antes, el «lugar alto de Baal»; allí se encontraba la tumba de Simeón, renombrado santo varón de Israel. Desde la cima de la colina de Simeón, Jesús dominaba Nazaret y el campo circundante. Divisaba Meguido y recordaba la historia del ejército egipcio que allí ganó su primera gran victoria en Asia; y cómo, posteriormente, otro ejército como ése derrotó al rey judeo Josías. No muy lejos de allí podía divisar Taanac, allí donde Débora y Barac derrotaron a Sísara. A lo lejos se asomaban las colinas de Dotán, donde, según le habían enseñado, los hermanos de José lo vendieron como esclavo a los egipcios. Al volver la vista hacia Ebal y Gerizim, rememoraba las tradiciones de Abraham, Jacob y Abimelec. Así que recordaba y reflexionaba sobre los acontecimientos históricos y tradicionales del pueblo de su padre José.

Proseguía con sus cursos avanzados de lectura bajo la dirección de los maestros de la sinagoga; al mismo tiempo también se ocupaba de la educación en el hogar de sus hermanos y hermanas a medida que crecían.

A principios de este año, José dispuso ahorrar los ingresos que proveían de sus propiedades en Nazaret y Capernaum para pagar el prolongado curso de estudios de Jesús en Jerusalén puesto que se había planeado que Jesús vaya a Jerusalén en agosto del año siguiente, después de cumplir los quince años.

Ya para comienzos de este año abrigaban José y María frecuentes dudas acerca del destino de su hijo primogénito. Por cierto, Jesús era un muchacho brillante, amable y alegre, pero él era tan difícil de comprender, tan evasivo de entender; además, nada acontecía que tuviera visos de extraordinario o de milagroso. Decenas de veces, esta madre orgullosa había esperado ansiosamente, casi sin respirar, un gesto sobrehumano, una acción milagrosa de su hijo; pero siempre esta esperanza anhelante se había visto destruída, dando paso a la desilusión más cruel. Esta situación era desalentadora, aun descorazonadora. El pueblo devoto de aquellos tiempos creía sinceramente que los profetas y los hombres de promesa manifestaban siempre su misión y establecían su autoridad divina por realizar milagros y por hacer maravillas. Pero Jesús no hacía nada de eso; por lo cual la confusión de sus padres se acrecentaba con el paso del tiempo al contemplar el futuro de este hijo.

De muchas maneras se reflejaba en el hogar la situación económica más desahogada de esta familia de Nazaret, siendo una de ellas la aparición de mayor cantidad de tablillas blancas lisas que se usaban como pizarras en las que se escribía con carbón. También pudo Jesús reanudar sus clases de música, pues le encantaba tocar el arpa.

A lo largo de este año puede decirse en verdad que Jesús «creció en el favor de los hombres y de Dios». Las perspectivas de la familia parecían buenas; el futuro, resplandeciente.

 LA MUERTE DE JOSÉ

Todo marchaba bien hasta aquel aciago martes 25 de septiembre; ese día un mensajero proveniente de Séforis trajo a esta casa nazarena la trágica noticia de que José, mientras trabajaba en la residencia del gobernador, había sufrido graves lesiones al desmoronarse una cabría. El mensajero de Séforis, camino a la casa de José, se detuvo en el taller, donde informó a Jesús del accidente de su padre; ambos fueron juntos a la casa para llevar la triste nueva a María. Jesús quería ir inmediatamente a ver a su padre, pero María no quiso atender razones excepto que sólo sabía que debía correr a estar junto a su marido. Decidió que iría a Séforis en compañía de Santiago, por entonces de diez años de edad, mientras que Jesús se quedaría en la casa cuidando de los niños más pequeños hasta su regreso, pues no sabía cuán grave era el estado de José. Pero José murió como consecuencia de sus lesiones antes de la llegada de María. Lo trajeron a Nazaret y al día siguiente se le enterró junto a sus padres.

En el preciso momento en que el futuro parecía sonreírles lleno de buenas perspectivas, una mano al parecer cruel había derribado al jefe de esta familia de Nazaret, desgarrando el corazón de este hogar; los planes para Jesús y para su educación futura quedaron destruidos. Este joven carpintero, que acababa de cumplir catorce años, despertó a una cruel realidad: no sólo tendría que cumplir con el mandato de su Padre celestial, o sea revelar la naturaleza divina en la tierra y en la carne, sino que en su joven naturaleza humana debería asumir también la responsabilidad de su madre viuda y de siete hermanos y hermanas y de la que aún no había nacido. Este joven nazareno se convirtió de golpe en el único sostén y consuelo de su familia tan súbitamente afligida por la desgracia. Así pues se permitió que ocurriesen en la Tierra estos acontecimientos de orden natural que obligarían a este joven de destino a asumir tan pronto la responsabilidad, onerosa pero a la vez altamente educacional y disciplinaria, de convertirse en el jefe de una familia humana, padre de sus propios hermanos y hermanas, sostén y apoyo de su madre, guardián de la casa de su padre, el único hogar que había de conocer mientras estuvo en este mundo.

En realidad, a partir de ese trágico martes, la nave de la joven y prometedora vida de Jesús se vio azotada por nuevos y racheados vientos. Sepultado su padre, con catorce años recién estrenados, no tuvo opción. Todos los proyectos –los suyos, los de su madre, e incluso los de su esperanzada aldea- fueron inhumados con el cadáver de José. Solo aquellos que han enfrentado una situación semejante lo pueden comprender. Y la Providencia, siempre sabia, le forzó a “barloventar contra sí mismo”. Sus cada día más lúcidas ideas para “revelar a los hombres la maravillosa realidad de un Padre celestial” terminaron arrinconadas –que no muertas- en lo más íntimo de su ser. Y Jesús se vio al frente de una familia numerosa a la que había que alimentar, educar y sacar adelante.

Cayendo en la cuenta sobre este trascendental giro en su existencia hemos observado algo que nos emocionó, y que al ser ignorado por la generaciones durante más de dos mil años no ha podido ser apreciado. La mayoría de los creyentes y no creyentes supone o imagina a un Jesús perfectamente arropado en su infancia y juventud por unos padres que, a su manera, dulcificaron la existencia del Hijo del Hombre. Y “llegada su hora” –siguen reflexionando los hombres y mujeres que no le conocieron- se despidió de Nazaret, lanzándose a la predicación. Craso error. Jesús de Nazaret apenas si tuvo adolescencia. Si uno de los cometidos de su venida fue “experimentar por sí mismo la vida de sus criaturas”, a fe nuestra que, a partir del referido 25 de septiembre, lo alcanzó con creces. La Providencia “torció” incluso los “sueños” de un dios, que no sabía que lo era, en beneficio del enriquecimiento moral de un hombre. Y como millones de humanos tuvo que doblegarse a la disciplina de la miseria, de la soledad y del miedo. Bien puede hablarse de un Jesús “anterior” a la muerte de su padre y de “otro”, forzosamente distinto, que amanecería sobre los restos de José.

Y como sucede con los valientes, a pesar de su dolor, repuesto de la sorpresa, lejos de humillarse, asumió su nuevo papel, tomando las riendas del entristecido y desolado hogar. Jesús supo aceptar con buena disposición las responsabilidades caídas tan súbitamente sobre sus hombros y cumplió fielmente con estas obligaciones hasta el fin. Por lo menos se había resuelto, aunque en forma trágica, un gran problema, una dificultad prevista en su vida —ya no tendría que ir a Jerusalén para estudiar con los rabinos. Y en la aldea ya nadie acarició la posibilidad de verle convertido en “rabino de Jerusalén”. Siempre fue verdad que Jesús «no se doblegó ante los pies de nadie». Estaba siempre dispuesto a aprender de quien fuese, aun del más humilde entre los niños, pero jamás derivó de fuentes humanas la autoridad para enseñar la verdad. Estaba escrito: Jesús no sería discípulo de nadie.

Incluso aún nada sabía de la visitación de Gabriel a su madre antes de su nacimiento; lo supo por Juan el día de su bautismo, al comienzo de su ministerio público.

Según pasaban los años, este joven carpintero de Nazaret valoraba cada vez más las instituciones de la sociedad y las costumbres religiosas con un criterio invariable: ¿Qué es lo que hace por el alma humana? ¿Acerca Dios al hombre? ¿Acerca el hombre a Dios? Aunque el joven no había abandonado por completo el aspecto recreativo y social de la vida, cada vez más dedicaba su tiempo y energías a sólo dos fines: el cuidado de su familia y la preparación para hacer en la tierra la voluntad celestial de su Padre.

En las noches de invierno de este año, los vecinos se hicieron el hábito de aparecerse por la casa para escuchar a Jesús tocar el arpa, relatar historias (porque Jesús era un narrador magistral) y leer las escrituras en griego.

Los asuntos económicos de la familia seguían aún andando bastante bien pues había quedado una suma considerable de dinero en el momento de la muerte de José. Jesús no tardó en demostrar que poseía un agudo sentido de los negocios y sagacidad en los asuntos financieros. Era liberal, pero frugal; ahorrativo, pero generoso, y demostró ser un administrador prudente y eficaz de la herencia de su padre.

Pero a pesar de todos los esfuerzos de Jesús y de los vecinos nazarenos por traer un poco de alegría a la casa, María y aun los pequeños estaban sumidos en la tristeza. José ya no estaba. José había sido un marido y un padre excepcional, y todos lo extrañaban. Su muerte parecía aun más trágica por no haber podido ellos hablarle ni recibir su última bendición.

 EL AÑO DECIMOQUINTO

A mediados de este quinceavo año —estamos computando el tiempo según el calendario del siglo veinte, no de acuerdo con el calendario judío— Jesús había tomado firmemente en sus manos la administración de los asuntos de su familia. Antes de finalizar el año ya casi habían desaparecido los ahorros de la familia, y tuvo que enfrentarse pues con la necesidad de vender una de las casas de Nazaret que José y su vecino Jacobo poseían en sociedad. Sin embargo, parece que el destino de la familia estaba escrito con la tinta de la pobreza, incluso hundiéndose en el pozo de la miseria. Los creyentes que “visten” a Jesús de Nazaret de pobreza no saben hasta que punto aciertan. El Maestro, así, experimentó también el gélido aliento de la estrechez y, quizá, algo peor: la impotencia ante la estrechez de los que dependían de él.

Hemos meditado profundamente sobre esos angustiosos meses del Hijo del Hombre. ¿Puede haber una estampa más próxima, humana y aleccionadora en la vida del joven Jesús? ¿Cuál fue el panorama en el que tuvo que moverse el Galileo en los arranques de aquel año? Solo de imaginarlo nos estremecemos: una madrea abatida y embarazada, siete hermanos que alimentar y, por todo bagaje, ¡catorce años!

El miércoles 17 de abril de ese año, por la noche, nació Ruth, la más pequeña de la familia, la hija póstuma de José, llamada cariñosamente la “pequeña ardilla”. Jesús hizo todo lo que pudo por tomar el lugar de su padre, siendo el sostén y consuelo de su madre en estos momentos particularmente difíciles y colmados de tristeza. Ruth, aquella temerosa criatura, que no conoció a su padre, tuvo la fortuna y la desgracia de aparecer en el hogar de Nazaret en mitad del más encrespado oleaje. “Desgracia”, por lo ya mencionado. “Fortuna” porque, en ausencia de José, encontraría en su Hermano al más dulce, paciente y amoroso de los “padres”.

Durante casi veinte años (hasta que comenzó su ministerio público) ningún padre pudo haber amado y educado a su hija más afectuosa y fielmente de lo que Jesús cuidó a la pequeña Ruth. Y también fue un padre igualmente bueno para con los demás miembros de la familia. De esa manera el amado Maestro también conoció la experiencia de ser padre.

Ruth fue como el juguete de la casa, suavizando tristezas. Era un terremoto. Todo lo removía y mordisqueaba. Su rincón favorito era el taller de Jesús. Cada vez que María se daba la vuelta escapaba gateando y se ponía perdida en el serrín.

Durante este año (mientras trabajaba y pasaba sus pocos, pero preciados ratos libres en el monte Nebi) Jesús compuso en su mente y corazón la oración que posteriormente enseñaría a sus apóstoles, y que muchos conocen como «El Padre Nuestro». En cierto modo fue ésta algo que evolucionó antes del altar familiar, pues tenían ellos muchas fórmulas de alabar y varias oraciones formales. Después de la muerte de su padre, Jesús intentó enseñar a los niños mayores que podían expresarse individualmente en sus oraciones —así como le gustaba a él hacerlo— pero no alcanzaban a entender su pensamiento e invariablemente volvían a caer en la repetición de las oraciones aprendidas de memoria. Para estimular a los mayores entre sus hermanos y hermanas a que se expresaran espontáneamente en sus rezos, Jesús trataba de mostrarles el camino con palabras y frases sugestivas; de manera tal que, sin intención alguna por su parte, resultó que todos ellos utilizaban oraciones basadas casi enteramente en lo que Jesús les había sugerido.

Finalmente, Jesús renunció a la idea de que cada uno de los miembros de su familia formule sus oraciones espontáneas, y una noche de octubre, sentado junto a la mesa baja de piedra, escribió a la luz de la pequeña lámpara en una tablilla de cedro de unos cincuenta centímetros de cada lado, con un pedazo de carbón, la oración que desde ese momento sería la que habría de pronunciar normalmente toda su familia, y que muchos años después, enseñaría resumida a sus discípulos y que, siglos después, en el mundo entero se haría conocida. Y así, inclinado sobre la piedra, entre el vocerío de los pequeños y el trasteo de platos y vasijas, le dio cuerpo a esa “maravilla”. ¡Cuán sencilla es a veces la gestación de las grandes obras!

Terminada la cena reclamó la atención general y, amoroso, les leyó la plegaria. Los más pequeños –Judas, Amos y Ruth- se durmieron en los brazos de sus hermanos. Y en paz, a la parpadeante luz de una lucerna, aquel Hijo fue leyendo, comentando y respondiendo a las dudas de los presentes. Fue hermoso, hermoso aunque no le comprendieran... Para ellos, él hablaba de cosas extrañas, casi prohibidas por la ley... aunque llegaban como un bálsamo al corazón de aquella sufrida familia. Fue recitando lo escrito y dijo:

“Padre nuestro...

-y recorriendo sus asombrados ojos aclaró:

“Porque Él nos ha creado en verdad, como la ola que, sin desprenderse, se desprende del mar...”

“Qué estás en los cielos...

-y guiñándoles un ojo señaló al pecho de Santiago. Y dijo:

“En los cielos celestiales y en los cielos del corazón”.

“Santificado sea tu Nombre...”

-y él, sin dejar de sonreír, aclaró:

“Santificado, no sólo porque lo ordene la ley. Santificado porque nunca duerme. Santificado porque nunca hiere. Santificado porque ahora, seguramente, se sonríe ante los problemas de mamá María y de este pobre carpintero...”

“Venga a nosotros tu reino...”

-Y Santiago le interrumpió: ¿Es que Dios es rey? Y Jesús, señalando hacia el patio, alzó la voz. Y dijo:

“El único, oídme bien, capaz de armar el rojo de una rosa. ¿Podrías tú, Santiago, o tú, Miriam, o tú, José, fabricar la geometría de las estrellas?”.

-Nadie replicó. Y con una seguridad impresionante sentenció:

“Pues ésa es la esencia del reino de nuestro Padre: la de la belleza visible e invisible”.

-¿Belleza invisible?, saltó Simón, que a sus siete años era tan irritantemente curioso como Jesús.

“Sí, pequeño: la que se adivina debajo de la justicia; la que sostiene un beso de amor; la de los hombres que jamás reclaman; la que regala al mundo sus cosechas; la que concede antes de que se abran los labios para rogar. Eso involucra nuestro reino bello e invisible”.

“Y hágase tu voluntad en la tierra y en los cielos...”

-Esperó un momento. Y en plena expectación anunció lo que menos imaginaban:

“Ya sé que, a veces, el Padre de los Cielos parece como si se hubiera ido de viaje...No temáis: es el único que jamás viaja...”.

-¿Nunca?, terció Marta con los ojos abiertos como espuertas. Eso no es verdad...¿Y qué me dices de Moisés? ¿No viajó con él por el desierto?

“Lo que quiero decir, amorosa niña intrigante, es que nuestra voluntad no siempre coincide con la suya. Pero Él, como mamá María, sabe bien lo que te conviene. Hacer la voluntad del Padre –siempre, a cada instante, aunque no la comprendamos- es el pequeño-gran secreto para vivir en paz.”

“El pan nuestro de cada día, dánosle hoy...”

-Pero, ¿quién nos lo da: mamá María, tú o Dios? preguntó el responsable y racional Santiago.

“Mamá María y yo, por supuesto..., porque Él nos lo ha dado primero.”

-El razonamiento, a sus once años, no le satisfizo, y Jesús añadió:

“El Padre es sabio. Conoce a cada uno de sus hijos por su nombre. Y dispone todo lo necesario para que, en forma de trabajo, de suerte o de casualidad, ni una sola de sus criaturas quede desamparada. La codicia, la ambición y la usura (que causan los males del mundo), queridos, no son sólo pecados contra los hombres. Son estupideces, muy propias de los que han olvidado o nunca supieron que tienen un Padre..., inmensamente rico.”

“Y perdona nuestras deudas. Sobre todo las que nadie conoce, así como hemos de perdonar a nuestros deudores...”

-Y tú –Miriam se atrevió a preguntarle- ¿también tienes deudas con el Padre? Jesús se puso serio y dijo:

“Tantas como virutas en mi taller...”

Pero nadie le creyó porque esas virutas estaban rizadas por el sudor de su frente. Y es difícil hallar la maldad en alguien que lo antepone todo a su interés.

“Y no nos dejes caer en la tentación. No en la tentación de violar las limitadas leyes humanas. Decid mejor: “no nos dejes caer en la tentación” de olvidarte, Padre de los cielos. Si el peor de los pecados es menospreciar o ignorar a los que nos han dado la vida terrenal, ¿qué clase de afrenta será renunciar al Padre de los padres?”.

Jesús nunca insistió en que esta oración debía recitarse de memoria. Más bien, sus principios y esencia es lo que debe perdurar. Al reflexionar en este hermoso pasaje de su vida, tenemos claro que Jesús ya desde muy temprana edad y en contra de la imagen ofrecida por la historia, se manifestó algo así como un “anarquista de los conceptos”. Sus “revolucionarias” doctrinas del periodo de predicación escalaron las cumbres y techumbres de las leyes e instituciones judías. Pero, como las enredaderas de los muros de su casa de Nazaret, ya habían arrancado y echado raíces en su corazón mucho tiempo antes.

No obstante, la batalla de su vida no acababa sino empezar...

Durante este año Jesús muchas veces estuvo atormentado por pensamientos confusos. La responsabilidad familiar le había quitado por el momento toda intención de dedicarse de inmediato a «los asuntos de su Padre» según se le había mandado durante la visitación que ocurriera en Jerusalén. Con justicia razonaba Jesús que el cuidado de la familia de su padre terrenal tenía prioridad sobre todos los demás deberes, que mantener a su familia debía ser su primera obligación.

En el curso de este año halló Jesús en el así llamado Libro de Enoc un pasaje que le sugirió la adopción futura del término «Hijo del Hombre» para designar su misión autootorgadora en la Tierra. Mucho había reflexionado sobre la idea del Mesías judío y estaba firmemente convencido de que él no había de ser ese Mesías. Anhelaba ayudar al pueblo de su padre, pero no pensó pensó nunca en conducir a los ejércitos judíos para derrocar la dominación extranjera en Palestina. Sabía que jamás ocuparía el trono de David en Jerusalén. Tampoco creía Jesús que su misión de liberador espiritual o de maestro de los valores morales se limitara únicamente al pueblo judío. Por eso su misión de vida no podía ser de ninguna manera el cumplimiento de los intensos anhelos y de las presuntas interpretaciones de las profecías mesiánicas de las escrituras hebreas; por lo menos no de la manera en que comprendían los judíos estas predicciones de los profetas. Asimismo estaba seguro de que nunca habría de aparecer como el Hijo del Hombre descrito por el profeta Daniel para derrocar a los gentiles en ese tiempo. Debía pues, haber una aplicación futura, pero no durante su corta vida terrenal.

Pero cuando le llegara la hora de salir al mundo para desarrollar su misión de maestro universal, ¿cómo se llamaría a sí mismo? ¿De qué manera definiría su misión? ¿Por qué nombre lo llamarían las multitudes que acabarían por creer en sus enseñanzas?

Mientras le daba vueltas y más vueltas a estos problemas en su mente encontró, en la biblioteca de la sinagoga de Nazaret (a la cual gustaba visitar), entre los libros apocalípticos que había estado estudiando, este manuscrito llamado «El Libro de Enoc»; y aunque estaba seguro que no había sido escrito por el Enoc de antaño, le resultó muy interesante y lo leyó y releyó muchas veces. Un pasaje en particular le hizo mucha impresión, un pasaje en el cual aparecía este término de «Hijo del Hombre». El autor del llamado Libro de Enoc hablaba del Hijo del Hombre, describiendo la obra que habría de hacer en la tierra y explicando que este Hijo del Hombre, antes de descender a esta tierra para salvar a la humanidad, había caminado por los atrios de la gloria celestial junto a su Padre, el Padre de todos; y que le había dado la espalda a la majestad y la gloria para descender a la tierra con el fin de proclamar la salvación a los mortales necesitados. Y el corazón del adolescente vibró como pocas veces lo había hecho. Según Jesús leía estos pasajes (sabiendo muy bien que gran parte del misticismo oriental entremezclado con esas enseñanzas era falaz), sintió en su corazón y reconoció en su mente que, de todas las predicciones mesiánicas de las escrituras hebreas y de todas las teorías acerca del liberador judío, ninguna estaba tan cerca de la verdad como este relato escondido en las páginas del Libro de Enoc, sólo parcialmente acreditado; allí mismo y en ese mismo momento decidió pues que adoptaría en secreto el nombre de «Hijo del Hombre» como título inaugural de su misión; cosa que efectivamente hizo más adelante al comenzar su ministerio público. Jesús tenía una habilidad infalible para reconocer la verdad, y nunca vacilaba en abrazar la verdad, no importa de cuál fuente pareciera emanar. El Maestro tenía la facultad infalible y envidiable de reconocer lo que era verdad allí donde estuviera y vistiera el ropaje que vistiera...

Por esta época ya había decidido mucho acerca de su obra futura para el mundo, pero nada dijo de estos asuntos a su madre, que seguía aferrándose a la idea de que él sería el Mesías judío.

La gran confusión de la época juvenil de Jesús volvió a surgir en estos momentos. Habiendo definido en cierto modo la naturaleza de su misión en la tierra, «ocuparse de los asuntos de su Padre» —revelar para toda la humanidad la naturaleza amorosa de su Padre— nuevamente se puso a discurrir las muchas declaraciones de las escrituras que se referían a la venida de un libertador nacional, un maestro o un rey judío. ¿A qué acontecimiento se referían estas profecías? ¿Acaso no era él judío? ¿Lo era o no era? ¿Era o no era él de la casa de David? Su madre afirmaba que lo era; su padre había dictaminado que no lo era. Él sentía que no. Pero, ¿habían confundido los profetas la naturaleza y misión del Mesías? ¿o los hombres no habían entendido bien a los profetas?

Después de todo, ¿era acaso posible que su madre tuviera razón? En la mayoría de los casos, cuando habían surgido diferencias de opinión en el pasado, ella había tenido razón. Si es cierto que él sería un nuevo maestro y no el Mesías, ¿cómo haría para reconocer al Mesías judío si apareciese éste en Jerusalén durante el tiempo de su misión terrestre? Más aun ¿cuál habría de ser su relación con este Mesías judío? Después de emprender su misión en la vida, ¿cuál habría de ser su relación con su familia, con la comunidad y la religión judías, con el Imperio Romano, con los gentiles y sus religiones? Cada uno de estos problemas importantísimos pasaban por la mente de este joven galileo quien los consideraba seriamente mientras seguía trabajando en el banco de carpintero, ganándose laboriosamente la vida, y ganándola para su madre y otras ocho bocas hambrientas.

Antes del fin de este año María vio que los fondos de la familia disminuían; delegó la venta de palomas a Santiago. Compraron una segunda vaca, y con la ayuda de Miriam comenzaron a vender leche a sus vecinos de Nazaret.

Sus períodos de meditación profundos, sus frecuentes viajes a lo alto de la colina para orar, y las muchas ideas extrañas que Jesús proponía de vez en cuando, alarmaban considerablemente a su madre. A veces ella pensaba que el joven estaba fuera de sí, pero se tranquilizaba al recordar que él era, después de todo, un hijo de promesa y, de alguna manera, diferente de los otros jóvenes.

Pero Jesús estaba aprendiendo a no expresar todos sus pensamientos, a no presentar todas sus ideas al mundo; ni siquiera a su propia madre. A partir de este año, las revelaciones de Jesús acerca de lo que pasaba por su mente fueron reduciéndose cada vez más; es decir, que cada vez hablaba menos de asuntos incomprensibles para una persona corriente, cuya mención pudiera llevar a otros a considerarlo raro, diferente del común de la gente. En apariencia se volvió un ser común y convencional, aunque anhelaba encontrarse con alguien que pudiera entender sus problemas. Deseaba tener un amigo fiel y de confianza, pero sus problemas eran demasiado complejos para la comprensión de los seres humanos que lo rodeaban. La singularidad de su situación especial le obligó a soportar a solas el peso de sus cargas.

 EL PRIMER SERMÓN EN LA SINAGOGA

Al cumplir los quince años, Jesús ya podía ocupar oficialmente el púlpito de la sinagoga los sábados. Muchas veces antes, cuando faltaban oradores, le habían pedido a Jesús que leyese las escrituras, pero ahora había llegado el día en que, según la ley, podía oficiar el servicio. Por consiguiente, el primer sábado después de su decimoquinto cumpleaños el chazán dispuso que Jesús dirigiera los oficios matutinos en la sinagoga. Cuando todos los fieles en Nazaret se hubieron congregado, el joven, haciendo su selección de las escrituras, se levantó y comenzó a leer:

«El espíritu del Señor Jehová Dios está sobre mí, porque me ungió el Señor; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar la libertad a los cautivos, y a los presos espirituales apertura de la cárcel, a proclamar el año de la buena voluntad de Dios y el día de venganza del Dios nuestro; a consolar a todos los enlutados, a darles belleza en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, canto de alabanza en vez de espíritu angustiado; y serán llamados árboles de justicia, plantío del Señor, para gloria suya.

«Buscad lo bueno, y no lo malo, para que viváis, porque así el Señor, Jehová el Dios de los ejércitos, estará con vosotros. Aborreced el mal y amad el bien; estableced el juicio en la puerta. Quizá el Señor Dios tendrá piedad del remanente de José.

«Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo y aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado. Haced justicia al huérfano, amparad a la viuda.

«¿Con qué me presentaré el Señor, a inclinarme ante el Señor de toda la tierra? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Dios de millares de carneros, decenas de millares de ovejas, o con ríos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? ¡No!, porque el Señor nos ha mostrado, oh hombres, lo que es bueno. Y qué pide el Señor Jehová de ti: solamente hacer justicia, amar misericordia, y caminar humildemente con tu Dios».

«¿A quién, pues, haréis semejante a Dios que está sentado sobre el círculo de la tierra? Levantad en alto vuestros ojos y mirad quien creó todos estos mundos, quien saca y cuenta su ejército, a todos llama por sus nombres. Él hace todas estas cosas por la grandeza de su poder, y porque es poderoso ninguna estrella faltará. Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios. Te esfuerzo y te ayudaré; sí, te sustentaré con la diestra de mi justicia, porque yo soy el Señor tu Dios. Y te sostiene de tu mano derecha, y te dice: no temas, yo te ayudo.

...Y vosotros sois mis testigos, dice Jehová, y mi siervo que yo escogí, para que me conozcáis y creáis en mí, y entendáis que yo soy el Eterno. Yo, sólo yo, soy el Señor, y fuera de mí no hay quien salve».

Después de leer así se sentó, y la gente se fue a sus casas discurriendo las palabras que con tanto donaire les había leído. Nunca le habían visto los de su pueblo tan magníficamente solemne; nunca le habían oído leer con una voz tan apremiante y tan sincera; nunca lo habían observado tan decidido y maduro, con tanta autoridad.

Ese mismo sábado por la tarde escaló Jesús la colina de Nazaret en compañía de Santiago. Al regresar al hogar Jesús escribió con un carbón sobre dos tablillas los Diez Mandamientos en griego. Luego Marta coloreó y adornó estas tablillas y durante mucho tiempo estuvieron colgadas en la pared sobre el pequeño banco de trabajo de Santiago.

 LA LUCHA FINANCIERA

Paulatinamente, Jesús y su familia retornaron a la vida simple de sus primeros años. Sus ropas e incluso sus alimentos se simplificaron. Tenían leche, mantequilla y queso en abundancia, y durante la estación apropiada disfrutaban de los frutos de su huerto; pero cada mes que pasaba los obligaba a una mayor frugalidad. Su desayuno era muy simple, pues guardaban los mejores alimentos para la cena. Sin embargo, entre estos judíos la falta de riqueza no implicaba inferioridad social.

Ya este joven había llegado a tener una comprensión casi completa de cómo vivían los hombres de su tiempo. Y cuán bien entendía él la vida del hogar, del campo y del taller de trabajo quedó claramente demostrado en sus enseñanzas posteriores, que tan pletóricamente revelan su íntimo contacto con todas las fases de la experiencia humana.

Conforme fue consumiendo los quince años, el sufrido carpintero entendió y aceptó que, a pesar de su “llamada interior”, debía soportar con valor la dura carga de la supervivencia de los suyos. Esta sin duda, era la voluntad de su Padre de los Cielos.

Al mismo tiempo, en el natural despertar a la virilidad, el joven se vio zarandeado por nuevos vientos. Estaba alejándose de la orilla de la pubertad para desembarcar en el escabroso acantilado de los adultos. Y exactamente igual como sucede con los jóvenes de hoy, y de siempre, se sintió solo, desamparado, incomprendido, soñador, inseguro y especialmente sensible. Y como ellos, durante meses, hizo del silencio y de la soledad del Nebi su verdadero refugio. Y como tantos otros “hombres en proyecto” esquivó los bienintencionados acosos de su madre, “que no le entendía”.

María nunca supo (con idéntica preocupación que las madres de hoy) realmente del porqué de aquellos largos paseos al atardecer por la colina. Para ella solo era un niño. Deseaba protegerle y mimarle, pero el la evitaba, y rara vez le abría su corazón. María pensó erróneamente que la necesidad de aportar dinero al hogar, arruinando los planes de estudiar en Jerusalén, eran la causa de sus mutismos.

Obviamente se equivocaba. Como en la actualidad, el corazón de aquel joven era más cristalino y generoso de lo que los adultos, intoxicados por la experiencia, suelen pensar. Sencillamente, ése era el proceso a seguir: el “descubrimiento” de la vida, como el hierro en la forja, es generalmente penoso. Y raro es el hierro que, en plena incandescencia, manifiesta su dolor vociferando contra el herrero. Jesús, por puro instinto humano, fue aprendiendo que sólo los éxitos parciales y el contentarse diariamente constituyen las llaves de horizontes más prometedores. Y María erraba al pensar que su hijo no la quería. Jesús la amaba profundamente. Quizás con más intensidad que nunca. En los jóvenes de buen corazón y nobles sentimientos, aunque no lleguen a exteriorizarlo, una tragedia o un revés familiar purifica sus afectos. Pero también sería justo comprender su lucha y desasosiego interiores. Como todo hombre de quince o dieciséis años, Jesús tenía proyectos. Uno de ellos, en especial, le consumía. Y tal como y como vemos en la sociedad vuestra, tuvo que aprender la lección de la paciencia. Es cierto que, al contrario de lo que hoy se repite con demasiada frecuencia, aquel muchacho no vio mermado “su derecho” a cargar con sus propias responsabilidades. Y María, aunque forzada por las circunstancias, se vio libre, de ese error en el que suelen incurrir los padres de hoy: apartar a los hijos de toda suerte de responsabilidades. Jesús, afortunadamente para Él, recibió y encajó la responsabilidad de una familia. Una obligación, excesiva para sus cortos años. Su fuerza moral –ni mayor ni menor que la de cualquier joven- hizo el resto. ¡Cuán despistados están muchos con respecto al poder espiritual de los “nuevos hombres! ¡Y cómo se desperdicia ese “tesoro”, innato en todos los jóvenes, por el miedo de los “viejos hombres”, que ya no recuerdan sus etapas de juventud!

Así entró consumió el Hijo del Hombre el año número quince de su existencia: inquieto, responsable y confiado. Intuyendo que la fiera salvaje y agazapa de la vida sólo puede ser enfrentada con un suave y tranquilo caminar. Replicando sin replicar. Dejando hacer, sin dejar de hacer. Sonriendo cuando nadie sonríe. Venciendo el mal con el Bien. Sólo así cabe esperar la gracia del pensamiento creador.

Si los Evangelios reflejan al final la imagen de un Hombre sometido a pruebas, su juventud no le fue a la zaga. Y nos atrevemos a recordar a los jóvenes insatisfechos o heridos que “hubo una vez otro joven que no le hizo ascos a la sabia aunque incomprensible “violencia” del destino”. Y cargó con una responsabilidad que hoy haría palidecer a muchos.

El chazán de Nazaret aún seguía aferrado a la creencia de que Jesús había de convertirse en un gran maestro, probablemente en sucesor del famoso Gamaliel en Jerusalén. Sin embargo, progresivamente la decepción se apoderó de muchos que ya no le tendrían la misma estima. Aquello con el tiempo cada vez más aumentaría.

Aparentemente todos los planes de Jesús para una carrera se habían desbaratado. Tal como estaban las cosas, el futuro no parecía sonreírle. Pero no vaciló ni se desalentó, sino que vivía, día tras día, desempeñando bien su deber presente y cumpliendo fielmente con las obligaciones inmediatas de su situación en el mundo. La vida de Jesús es el consuelo sempiterno de todos los idealistas desilusionados.

El pago de los carpinteros jornaleros iba disminuyendo lentamente. A fines de este año Jesús podía ganar, trabajando de sol a sol, sólo el equivalente de unos veinticinco centavos de dólar diarios (un cuarto de dólar al día). El año siguiente les resultó difícil pagar los impuestos civiles, sin hablar de la contribución a la sinagoga y el impuesto de medio siclo del templo. El recaudador de impuestos intentó sacarle aun más dinero a Jesús durante este año, llegando hasta amenazar con llevarse su arpa.

Temiendo que el ejemplar de las escrituras en griego pudiera ser descubierto y confiscado por los recaudadores de impuestos, Jesús lo obsequió a la biblioteca de la sinagoga de Nazaret en ocasión de su decimoquinto aniversario; fue ésta su ofrenda de madurez al Señor.

El peor momento de su decimoquinto año de vida lo pasó Jesús en Séforis cuando se encontraba allí para escuchar el veredicto de Herodes, ante quien había apelado para resolver una disputa sobre el pago adeudado a José en el momento de su muerte accidental. Jesús y María esperaban recibir una suma considerable de dinero, pero el tesorero de Séforis les había ofrecido una cantidad ínfima. Los hermanos de José resolvieron pues apelar ante el mismo Herodes; por eso se encontraba ahora Jesús en el palacio, de pie ante Herodes, y le escuchó decretar que nada se le debía a su padre en el momento de su muerte.

Imaginaos su desolación cuando escuchó a Antipas decir con risa: “Que venga el muerto y que reclame”. Esta sentencia arruinó los sueños del carpintero, y esta decisión tan injusta bastó para que Jesús no volviera a confiar nunca más en Herodes Antipas; no es sorprendente que en una ocasión posterior se refiriera a Herodes como «ese zorro». La Providencia, entonces le obligó a “soñar” en otra dirección.

El duro trabajo de Jesús en el banco de carpintero durante este año y los subsiguientes, le impidió departir con los viajeros de las caravanas. Ya un tío suyo se había hecho cargo de la tienda de provisiones de la familia, y Jesús trabajaba en el taller de la casa para poder estar cerca de su familia y así ayudar a María en cuanto a los niños. Por aquel entonces, empezó a enviar a Santiago a la parada de las caravanas donde alimentaban a los camellos para obtener noticias sobre los acontecimientos mundiales; de este modo intentaba Jesús mantenerse al día. ¿Quién hubiera sospechado que el sencillo carpintero se sintiera tan intensamente magnetizado por las noticias y acontecimientos del mundo? El Hijo del Hombre siempre fue y seguirá siendo una inagotable y fascinante fuente de sorpresas para todos nosotros.
Según se adentraba en la madurez, hubo de pasar por los conflictos y confusiones típicos de todo joven promedio de todas las eras humanas anteriores y subsecuentes. Y la dura disciplina inherente a la obligación de mantener a su familia fue una salvaguarda segura contra el que haya tenido tiempo para la meditación ociosa o la complacencia en tendencias místicas. De hecho, no habían horas vacías que abrieran la puerta para la tentación y compañías corruptas. El comprendía que el trabajo era en realidad una bendición que beneficiaba a todos. Y su tiempo libre lo ocupaba en compartir con su familia, tocar el arpa, leer, estudiar, orar y estrechar su relación con Abba, el Padre Azul.

Muchas veces se le observó trabajar con corazón, con coraje, y con tenacidad para sacar adelante a sus hermanos, encerrado en el taller de su casa, quedando ciego sobre el banco, mientras muchos jóvenes de la aldea disfrutaban de su tiempo libre. Y María, al principio le reprendía, pero no pudo. Y cada vez que entraba era para animarlo con un beso o darle un vaso de leche, a pesar de que recibió por años pagos y salarios injustos.

Y, como vimos, María (conocida en la aldea de Nazaret como “María la de las palomas”) tuvo que vender algunas de sus palomas. Pero Jesús era emprendedor y comenzó a sacar adelante a su familia, pagar la vaca que había comprado, y alentar a que se siguiera vendiendo leche a los vecinos. Y María y Miriam, cada mañana, con frío, calor, lluvia o hielo, se encargaban de la venta de la leche. Y los esfuerzos colectivos, animados por Jesús comenzaron a dar frutos. Como le dijo un día a su madre: “Madre, ceder a tiempo es vencer”. Los esporádicos trabajos de Santiago en el almacén de aprovisionamientos de caravanas (propiedad de un tío de Jesús), la ropa hilada y confeccionada por María, la venta de leche, y a fuerza de lucha el importante jornal del joven carpintero terminó por dar sus frutos. Y la familia, mal que bien, inició una lenta recuperación.

Éste fue el año en que Jesús arrendó una parcela considerable de terreno justo al norte de la casa, para que la familia tuviera su huerto. E ilusionado subdividió el terreno para que cada uno de los hermanos mayores tuviera su propia parcela, y compitieron entre sí al dedicarse con entusiasmo a las faenas agrícolas. Durante la temporada de cultivo de las legumbres, Jesús, su hermano mayor, pasaba algún tiempo con ellos todos los días en el huerto. Al trabajar con sus hermanos menores en el huerto, Jesús muchas veces abrigó el deseo de vivir con su familia en el campo, en una granja, para disfrutar de la libertad de una vida sin trabas. Pero no estaban en el campo, y Jesús, siendo tanto un joven profundamente práctico como un idealista, atacó vigorosa e inteligentemente su problema tal como lo encontró, haciendo todo lo que estaba a su alcance para que él y su familia se adaptaran a la realidad de su situación y tratando de satisfacer en el mayor grado posible sus aspiraciones individuales y colectivas.

En cierto momento abrigó Jesús la vaga esperanza de poder comprar una pequeña granja con el dinero que le debían a su padre por su trabajo en la construcción del palacio de Herodes, siempre y cuando pudieran recaudar esa suma considerable de dinero. Había pensado seriamente en establecer a su familia en el campo. ¿Jesús agricultor? Sin embargo, como hemos visto, el destino le reservaba otros planes... Jesús es el consuelo de los idealistas y soñadores decepcionados. Sin embargo, aprendió a volar, y a convertir, ciertos sueños en realidad. El tiempo lo demostraría.

Por lo tanto, al negarse Herodes a pagarles el dinero que se le debía a José, tuvieron que renunciar a la ambición de tener una casa en el campo. No obstante, tal como estaban las cosas, se las ingeniaban para disfrutar de muchas de las experiencias de la vida campestre, puesto que ahora tenían tres vacas, cuatro ovejas, una cría de pollos, un asno y un perro, además de las palomas. Aun los más pequeños tenían sus obligaciones regulares dentro del plan de administración bien organizado que caracterizaba la vida doméstica de esta familia nazarena.

Y al mencionar, justamente a un perro, no podemos dejar de contar la historia de este desconocido “amigo” de Ruth..., y de Jesús. Sin ser un ser humano, en ocasiones, este animal demostró mayor nobleza, lealtad y sentido común que muchos que se dicen hombres. Este “personaje” (llamado Zal), compañero de Jesús más de alguna vez, llegó a conmovernos. Y una vez más Jesús, aquel “gigante” de Nazaret, había predicado con el ejemplo colocándose del lado de la Naturaleza. Y esto era especial, ya que los perros, en general, no eran bien vistos por la sociedad judía. Se les consideraba carroñeros, despreciables y peligrosos (Muchas historias, junto al relato de los perros que se comieron a la malvada Jezabel añadían rechazo a esos animales). Y aunque la mayor parte de las veces no se trataba de los perros domésticos, sino de los chacales, lobos, perros asilvestrados o un cruce de unos con otros, la verdad es que según la ley los perros adultos eran considerados “inmundos” y con el tiempo se permitió que “solo los cachorros serían admitidos en las casas de los hebreos”. Así que por lo general en los pueblos y ciudades de Palestina no se criaban ni adiestraban perros, aunque los que vivían en los campos, sabían aprovechar las muchas cualidades y ventajas de estos animales. Y Jesús supo cuidar de su amado perro y mantenerlo en su parcela alquilada.

Jesús amaba a los animales. Incluso “Percibía” inconscientemente cierta “conexión” con ellos. Y no era de extrañar ya que a través de él se habían hecho todas la cosas. Jesús era en realidad la fuente de la misericordia sanadora para el mundo; y durante todos aquellos años de reclusión en Nazaret y sus alrededores, su vida se derramó en raudales de simpatía y ternura. Los ancianos, los tristes y los apesadumbrados por el pecado, los niños que jugaban con gozo inocente, los pequeños seres de los vergeles y flores, las pacientes bestias de carga, todos eran más felices a causa de su presencia. Aquel cuya palabra había sostenido  los mundos en el espacio podía agacharse a aliviar un pájaro herido. No había nada tan insignificante que no mereciese su atención o sus servicios.

Al concluir su decimoquinto año concluyó Jesús la peligrosa y difícil travesía de ese período intermedio de la vida humana, ese período de transición entre la despreocupación y complacencia de la niñez y la noción del advenimiento de la edad adulta con su carga de responsabilidades y oportunidades para la adquisición de la experiencia avanzada en el desarrollo de un carácter noble. Ya había concluido en parte el período de crecimiento mental y físico; ahora comenzaría la verdadera carrera de este joven nazareno.

martes, 18 de mayo de 2010

JESÚS EN JERUSALÉN


NINGÚN episodio de la extraordinaria carrera terrenal de Jesús fue más conmovedor, más humanamente estremecedor, que esta su primera recordable visita a Jerusalén. El hecho de haber ido por su cuenta a presenciar las discusiones en el templo le resultó particularmente estimulante y se grabó en su memoria durante mucho tiempo como el acontecimiento más importante de su niñez y de su juventud. Fue ésta su primera oportunidad de disfrutar de unos pocos días de vida independiente, el regocijo de ir y venir sin sujeción ni restricciones. Este breve período de vivir a su antojo, durante la semana siguiente a la Pascua, representó la primera, total liberación de las obligaciones que hubiera disfrutado jamás. Muchos años habrían de transcurrir antes de que pudiera de igual manera liberarse, aunque fuera por un corto tiempo, de todo sentido de responsabilidad.

Las mujeres rara vez iban a Jerusalén para la Pascua, pues no era de rigor que hicieran acto de presencia. Sin embargo, Jesús virtualmente rehusó ir a menos que los acompañara su madre. Cuando ella finalmente decidió ir, muchas otras nazarenas se sintieron motivadas a emprender el viaje, de manera que la expedición pascual estuvo compuesta del mayor número de mujeres que jamás había ido de Nazaret a la celebración pascual —en relación con el número de hombres. Camino a Jerusalén, los viajeros entonaban por momentos el salmo ciento treinta.

Desde el momento en que salieron de Nazaret hasta que llegaron a la cima del Monte de los Olivos, Jesús sintió el apremio de una prolongada expectativa. En el transcurso de su alegre infancia había escuchado con reverencia las alusiones a Jerusalén y su templo; por fin podría contemplarlos con sus propios ojos. Desde el Monte de los Olivos, y más tarde desde afuera, al observarlo más de cerca, el templo era todo lo que él esperaba y más; pero al traspasar los sagrados pórticos, comenzó la gran desilusión.

En compañía de sus padres, Jesús atravesó los recintos del templo para reunirse con el grupo de nuevos hijos de la ley que estaban a punto de ser consagrados ciudadanos de Israel. Sintió el primer desencanto por el comportamiento general de las multitudes que llenaban el templo; pero la primera gran conmoción del día se produjo cuando su madre tuvo que dejarles para dirigirse al atrio de las mujeres. A Jesús nunca se le había ocurrido que su madre no le acompañaría en las ceremonias de consagración, y mucho le indignó que ella tuviese que sufrir tan injusta discriminación. Aunque estaba muy resentido por este hecho, nada dijo, excepto unas palabras de protesta a su padre. Pero mucho pensó y muy profundamente reflexionó, tal como lo demostrarían las preguntas que hizo a los escribas y maestros una semana después.

Participó en la ceremonia de la consagración, pero le decepcionó su naturaleza rutinaria, casi mecánica; echaba de menos ese interés personal que caracterizaba las ceremonias de la sinagoga de Nazaret. Luego de regresar para saludar a su madre, se preparó para acompañar a su padre en su primer recorrido del templo y de sus varios patios, atrios y corredores. Los recintos del templo podían dar cabida a más de doscientos mil creyentes a la vez, y aunque la vastedad de estos edificios —en comparación con cualquiera que hubiera visto nunca— causó una gran impresión en su mente, más le intrigaba la contemplación de la significación espiritual de las ceremonias del templo y el culto que con éstas se asociaba.

Aunque muchos de los rituales del templo conmovieron vivamente su sentido de lo bello y lo simbólico, la explicación del verdadero significado de estas ceremonias que le daban sus padres respondiendo a sus muchas preguntas curiosas le desilusionaba una y otra vez. Jesús simplemente no podía aceptar las explicaciones de culto y devoción religiosa basadas en la idea de la ira de Dios o de la cólera del Todopoderoso. Después de la visita al templo, mientras seguían conversando sobre estos asuntos, su padre le insistía suavemente que se aviniera a aceptar las creencias ortodoxas judías; Jesús se volvió repentinamente hacia sus padres y, fijando la mirada llena de fervor en los ojos de su padre, le dijo: «Padre, no puede ser verdad —no es posible que el Padre celestial considere de este modo a sus hijos descarriados en la tierra. No es posible que el Padre celestial ame menos a sus hijos de lo que tú me amas a mí. Yo bien sé que tú nunca darías rienda suelta a tu cólera, derramando tu ira sobre mi cabeza, sean cuales fueran las necedades que yo pudiera cometer. Si tú, mi padre terrenal, posees ese reflejo humano de lo Divino, cuánto más lleno de bondad y rebosante de misericordia deberá ser el Padre celestial. Me niego a creer que mi Padre que está en los cielos me ame menos que mi padre que está en la tierra».

Al oír José y María estas palabras de su hijo primogénito, guardaron silencio. De allí en adelante no trataron nunca más de cambiar sus ideas sobre el amor de Dios y la misericordia del Padre celestial.

JESÚS VISITA EL TEMPLO

Al recorrer los patios del templo, se encontró Jesús por doquier con un espíritu de irreverencia que le llenó el corazón de disgusto y pesadumbre. Juzgaba que la conducta de las multitudes no armonizaba con el hecho de que estaban presentes en «la casa de su Padre». Pero su joven corazón se estremeció particularmente al conducirle su padre al patio de los gentiles donde se topó con la jerga ruidosa de las masas que gritaban y maldecían en voz alta, mezclada indiscriminadamente con el balido de las ovejas y la cháchara que traicionaba la presencia de los cambistas y de los vendedores que pregonaban animales sacrificiales y otras mercancías.

Pero por sobre todo su sentido de la decencia se sublevaba a la vista de las frívolas cortesanas que deambulaban dentro del recinto del templo, mujeres pintarrajeadas como las que había visto recientemente en su visita a Séforis. Esta profanación del templo suscitó su plena indignación juvenil, que no titubeó en expresar libremente a José.

Jesús admiraba el concepto y el oficio del templo, pero le acongojaba la fealdad espiritual que descubría en el rostro de tantos adoradores desconsiderados.
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De allí descendieron al patio de los sacerdotes bajo el saliente rocoso que se encontraba en el frente del templo, donde se levantaba el altar, para observar la matanza de las manadas de animales y la lavada de la sangre de las manos, en la fuente de bronce, de los sacerdotes que oficiaban la masacre. El piso manchado de sangre, las manos ensangrentadas de los sacerdotes y el balido de los animales agonizantes era más de lo que podía soportar este muchacho amante de la naturaleza. El terrible espectáculo descompuso al joven nazareno, aferrando la mano de su padre le imploró que se lo llevara de allí. Regresaron cruzando el patio de los gentiles, y las risas groseras y las bromas profanas de la multitud le parecieron más soportables que lo que acababa de presenciar.

Al ver José de qué manera habían afectado a su hijo los ritos del templo, prudentemente lo llevó a ver «la hermosa puerta», la artística puerta de bronce corintio. Pero Jesús ya había visto bastante para esta primera visita al templo. Regresaron pues al patio superior en busca de María y salieron a caminar al aire libre, distanciándose por una hora de la multitud; contemplaron el palacio asmoneo, la imponente residencia de Herodes, y la torre de los guardias romanos (Fortaleza Antonia). Durante este paseo José explicó a Jesús que sólo los habitantes de Jerusalén podían presenciar los sacrificios diarios en el templo, y que los galileos tan sólo concurrían al templo tres veces por año para participar de las ceremonias: en la Pascua, en la fiesta de Pentecostés (siete semanas después de Pascua), y en octubre para la fiesta de los tabernáculos. Estos festivales habían sido establecidos por Moisés. Hablaron también de las dos fiestas establecidas con posterioridad: la de la dedicación y la de Purim. Después regresaron a su albergue y se prepararon para la celebración de la Pascua.

JESÚS Y LA PASCUA

Cinco familias de Nazaret habían sido invitadas por la familia de Simón de Betania para celebrar la Pascua. Simón había comprado el cordero pascual para compartirlo con sus invitados. El sacrificio de un número tan enorme de estos corderos es lo que tanto había afectado a Jesús en su visita al templo. José y María habían pensado festejar la Pascua con los parientes de María, pero Jesús persuadió a sus padres que aceptaran la invitación de ir a Betania.

Esa noche se reunieron para los ritos de la Pascua, comiendo la carne asada con pan ázimo e hierbas amargas. Se le pidió a Jesús, como novel hijo del pacto, que relatara la historia del origen de la Pascua; así lo hizo pues, desconcertando sin embargo un poco a sus padres con comentarios que reflejaban suavemente las impresiones captadas por su mente joven, pero lúcida, de lo mucho que tan recientemente había visto y oído. Esta cena marcó el comienzo de los siete días de ceremonias de la fiesta pascual.

Ya en esta parte de su vida, aunque nada dijo a sus padres sobre estos asuntos, Jesús había comenzado a darle vueltas en la cabeza a la idea de celebrar la Pascua sin el cordero sacrificado. Estaba plenamente seguro de que el Padre celestial no se complacía con este espectáculo de ofrendas sacrificatorias y, con el paso de los años, estaba cada vez más determinado de que algún día establecería una celebración incruenta de la Pascua.
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Esa noche Jesús durmió muy poco. Su descanso se vio gravemente turbado por horribles pesadillas de matanzas y sufrimientos. Su mente estaba perturbada y su corazón torturado por los elementos contradictorios y absurdos que descubría en la teología de todo el sistema ceremonial judío. Sus padres tampoco pudieron dormir. Estaban muy desconcertados por los acontecimientos del día que acababa de terminar. El corazón y la mente de ellos estaban perturbados por la actitud, según ellos, extraña y empecinada del mancebo. María pasó la primera mitad de la noche en gran agitación mientras José se mantenía calmo, aunque estaba igualmente perplejo. No se atrevían a encarar francamente estos problemas con el joven, aunque Jesús hubiera conversado libremente con sus padres si éstos se hubiesen atrevido a alentarlo.

Al día siguiente las ceremonias en el templo fueron más aceptables para Jesús, borrando en parte los recuerdos desagradables del día anterior. A la mañana siguiente el joven Lázaro se hizo cargo de Jesús; juntos emprendieron una exploración sistemática de Jerusalén y sus alrededores. Antes de que acabara el día, Jesús ya había descubierto los varios sitios, alrededor del templo, en los que se daban cursos y conferencias de enseñanza y se respondía a las preguntas de los asistentes; de allí en adelante, aparte de unas cuantas visitas al santo de los santos para contemplar el velo de separación, preguntándose qué era lo que realmente se ocultaba tras el mismo, Jesús pasó la mayor parte de su tiempo en torno al templo asistiendo a dichas conferencias docentes.

Durante toda la semana de Pascua, Jesús ocupó su lugar entre los nuevos hijos de los mandamientos, o sea debía sentarse fuera de la baranda divisoria que separaba a los que no disfrutaban de la plena ciudadanía de Israel. Habiéndosele así recordado su juventud, se abstuvo pues Jesús de hacer las muchas preguntas que acudían una y otra vez a su mente; por lo menos, se abstuvo hasta que concluyera la celebración de la Pascua y se levantaran las restricciones impuestas sobre los jóvenes recién consagrados.

El miércoles de la semana de Pascua, le permitieron a Jesús ir a la casa de Lázaro para pasar la noche en Betania. Esa noche escucharon Lázaro, Marta y María las palabras de Jesús sobre asuntos temporales y eternos, humanos y divinos, y desde aquella noche los tres lo amaron como si hubiera sido su propio hermano.

Para el fin de la semana, Jesús vio menos a Lázaro puesto que éste no tenía derecho a entrar ni siquiera en el círculo exterior de las discusiones del templo, aunque asistía a algunas de las charlas públicas dictadas en los patios externos. Lázaro tenía la misma edad que Jesús, pero en Jerusalén los jóvenes rara vez eran admitidos a la consagración de los hijos de la ley antes de cumplir los trece años de edad.

Una y otra vez, durante la semana pascual, los padres de Jesús lo encontraban sentado a solas, con su cabeza joven entre las manos, profundamente pensativo. Nunca lo habían visto comportarse de este modo y, desconociendo cuán confundido de mente y cuán atribulado de espíritu estaba, debido a la experiencia por la que atravesaba, estaban dolorosamente perplejos, sin saber qué hacer. No veían la hora de que pasara la semana de Pascua, ansiando volver a la calma de Nazaret con este hijo que actuaba de manera tan extraña.
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Día a día Jesús se debatía entre estos problemas. Para el fin de la semana ya había hecho muchos ajustamientos; pero cuando llegó la hora de regresar a Nazaret, su mente juvenil aún estaba repleta de perplejidad y acosada por cientos de preguntas sin respuesta y de problemas sin solución.

José y María, antes de partir de Jerusalén, en compañía del maestro nazareno de Jesús, habían tomado medidas definidas para que Jesús regresara a Jerusalén cuando cumpliera los quince años con el propósito de comenzar un prolongado curso de estudios en una de las más renombradas academias rabínicas. Jesús visitó la academia en compañía de sus padres y su maestro, pero todos ellos estaban afligidos al ver cuán indiferente parecía Jesús a todo lo que decían y hacían. María estaba profundamente dolida por la reacción de Jesús a la visita a Jerusalén, mientras que José estaba profundamente perplejo por los extraños comentarios y la sorprendente conducta del muchacho.

Después de todo, la semana de Pascua había sido un acontecimiento imponente en la vida de Jesús. Tuvo la oportunidad de conocer a decenas de muchachos de su misma edad, candidatos a la consagración como él, y aprovechó la ocasión para aprender cómo vivía la gente en Mesopotamia, Turquestán, Partia y en las provincias más occidentales del Imperio Romano. Ya él conocía bastante bien el modo de vida de los jóvenes egipcios y el de otras regiones próximas a Palestina. Había miles de jóvenes en Jerusalén en ese momento, y el adolescente de Nazaret conoció personalmente, y entrevistó más o menos extensamente, a más de ciento cincuenta. Le interesaban en particular los que provenían del Lejano Oriente y de los remotos países del Occidente. Como resultado de estos intercambios, el joven comenzó a abrigar el deseo de viajar por el mundo con el fin de aprender cómo se ganaban la vida los diversos grupos de sus semejantes.
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LA PARTIDA DE JOSÉ Y MARÍA

Se había dispuesto que el grupo de Nazaret debía reunirse en la zona del templo al promediar la mañana del primer día de la semana siguiente al festival de la Pascua. Así lo hicieron, y allí comenzaron su viaje de regreso a Nazaret. Jesús había ido al templo para escuchar los debates mientras sus padres aguardaban la llegada de sus compañeros de viaje. Enseguida los nazarenos se prepararon para partir, separándose como era costumbre en estos viajes de ida o vuelta a las festivales de Jerusalén en un grupo de hombres y uno de mujeres. En el viaje de ida Jesús había acompañado a su madre y a las otras mujeres. Pero ahora, siendo un joven consagrado, se suponía que viajaría de vuelta a Nazaret con su padre en el grupo de los hombres. Sin embargo, al emprender los nazarenos el camino de regreso hacia Betania, Jesús aún se encontraba en el templo, tan absorto en escuchar una discusión sobre los ángeles, que había perdido completamente la noción del tiempo y se le pasó la hora indicada para partir con sus padres. No se dio cuenta de que se había quedado atrás hasta el receso del mediodía de los debates en el templo.

Los viajantes nazarenos por su parte tampoco se dieron cuenta de la ausencia de Jesús, porque María suponía que él se había integrado al grupo de los hombres, mientras que José pensaba que viajaría con las mujeres, puesto que en el viaje de ida había ido con ellas, conduciendo el asno de María. Así pues no descubrieron la ausencia de Jesús hasta llegar a Jericó y prepararse para pasar la noche. Después de preguntarles a los rezagados que iban llegando a Jericó y de enterarse de que ninguno de ellos había visto a su hijo, pasaron una noche sin reposo haciendo conjeturas de toda índole sobre qué podía haberle ocurrido a Jesús, rememorando a la vez sus extrañas reacciones ante los acontecimientos de la semana pascual, y regañándose suavemente el uno al otro por no haberse asegurado de su presencia en el grupo antes de salir de Jerusalén.

EL PRIMER DÍA Y EL SEGUNDO DÍA EN EL TEMPLO

Entretanto Jesús había permanecido en el templo durante toda la tarde escuchando las discusiones y disfrutando de una atmósfera más apacible y decorosa, puesto que las grandes multitudes de la semana de Pascua casi habían desaparecido. Al concluir las discusiones de la tarde, en ninguna de las cuales participó Jesús, se dirigió a Betania, llegando precisamente cuando la familia de Simón se disponía a sentarse a la mesa. Los tres jóvenes se regocijaron mucho de ver a Jesús, el cual pasó la noche en casa de Simón. Poco participó en las conversaciones esa velada, permaneciendo en cambio a solas largo rato en el jardín, sumido en sus meditaciones.

Al día siguiente Jesús se levantó temprano, dirigiéndose al templo. En la cresta del Monte de los Olivos se detuvo y lloró el espectáculo que se desenvolvía ante sus ojos —el de un pueblo espiritualmente empobrecido, encadenado por las tradiciones, viviendo bajo la vigilancia de las legiones romanas. Al promediar la mañana se encontraba en el templo, decidido a tomar parte en los debates. Mientras tanto, José y María también se habían levantado al amanecer con la intención de desandar el camino a Jerusalén. Primero acudieron apresuradamente a la casa de sus parientes en la que todos ellos se habían hospedado durante la semana pascual; pero por averiguaciones dedujeron de hecho que nadie había visto a Jesús. Después de buscar todo el día sin hallar rastros de él, regresaron a la casa de sus parientes para pasar la noche.

En la segunda conferencia, Jesús se atrevió a hacer algunas preguntas, participando de un modo sorprendente en las discusiones del templo, aunque siempre respetuoso, como correspondía a su corta edad. En ocasiones, sus preguntas directas ponían en aprietos a los eruditos maestros de la ley judía, pero tan clara e ingenuamente se manifestaba su noción sincera de la justicia y tan evidente era su sed de conocimiento que casi todos los maestros del templo estaban dispuestos a tratarle con la mayor consideración. Pero cuando se atrevió a poner en tela de juicio la justicia en la pena de muerte para un gentil que, embriagado, se había salido del patio de los gentiles penetrando inadvertidamente en los recintos prohibidos, supuestamente sacros, del templo, uno de los maestros más intolerantes se impacientó con la crítica implícita del muchacho y, fulminándole con la mirada desde su imponente altura, le preguntó cuántos años tenía. Jesús replicó: «Trece años aunque me falta un poco más de cuatro meses para cumplirlos». «Entonces», reiteró el airado maestro, «¿qué haces aquí, si ni siquiera tienes edad suficiente para ser hijo de la ley?» Al explicar Jesús que había sido consagrado durante la Pascua, y que era un estudiante graduado de las escuelas de Nazaret, los maestros replicaron al unísono con aire burlón: «Haberlo sabido: ¡es de Nazaret!» Pero el jefe arguyó que Jesús no tenía la culpa si los dirigentes de la sinagoga nazarena le habían permitido que se graduara formalmente a los doce años en lugar de los trece; aunque varios de sus detractores se levantaron y se fueron, se dictaminó pues que el muchacho podía seguir asistiendo como alumno a las discusiones en el templo.

Al acabar ésta, su segunda jornada en el templo, nuevamente fue Jesús a Betania para pasar la noche. Nuevamente salió al jardín para meditar y orar. Bien se podía ver que su mente se debatía bajo el peso de problemas muy serios.

EL TERCER DÍA EN EL TEMPLO

Durante esta tercera jornada de Jesús en el templo con los escribas y maestros, se reunió en la sinagoga una muchedumbre curiosa, pues se había corrido la voz de la presencia de este mancebito de Galilea que confundía a los sabios de la ley. También vino Simón desde Betania, para ver qué estaba haciendo el muchacho. Durante toda la jornada José y María seguían buscando ansiosamente a Jesús, e incluso llegaron a entrar varias veces al templo, pero no se les ocurrió acercarse a los diversos grupos de discusión, aunque en una ocasión se encontraban casi al alcance de la fascinante voz del joven.

Antes de que terminara el día, la atención del grupo de debate principal del templo estuvo monopolizada por las preguntas de Jesús. Algunas de estas preguntas eran:
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1. ¿Qué es lo que hay realmente en el santo de los santos, detrás del velo?
2. ¿Por qué las madres de Israel deben separarse de los creyentes varones en el templo?
3. Si Dios es un padre que ama a sus hijos, ¿por qué tanta matanza de animales para ganar el favor divino? ¿Es que se han interpretado erróneamente las enseñanzas de Moisés?
4. Puesto que el templo está dedicado al culto del Padre celestial, ¿no resulta incongruente permitir allí la presencia de los que se dedican a los negocios y comercio seculares?
5. ¿Será el esperado Mesías un príncipe temporal que ocupe el trono de David, o será más bien la luz de la vida, en el establecimiento de un reino espiritual?

Durante la entera jornada se admiraron los espectadores de estas preguntas, y nadie estaba más atónito que Simón. Durante más de cuatro horas este joven nazareno acosó a los maestros judíos con preguntas que estimulaban el intelecto y obligaban al examen de conciencia. Hizo pocos comentarios sobre las observaciones de sus mayores. Trasmitía sus enseñanzas con las preguntas que hacía. Mediante la agudeza y sutileza con que planteaba su pregunta, conseguía a la vez poner en tela de juicio las enseñanzas de ellos y sugerir las suyas propias. Había tan encantadora combinación de sagacidad y humor en su forma de preguntar, que suscitaba la simpatía aun entre aquellos que resentían en mayor o menor grado su juventud. Al hacer estas preguntas penetrantes, su tono se mantenía en todo momento altamente imparcial y considerado. En esta tarde memorable en el templo, se mostró tan reacio a derrotar a los opositores por medios desleales, como se mostraría siempre en su subsecuente ministerio público. Tanto de joven como más adelante cuando hombre, parecía estar completamente libre de todo deseo egoísta de ganar una discusión sólo para experimentar el triunfo de su lógica sobre la de sus contrincantes: su interés supremo sólo y exclusivamente residía en proclamar la verdad, sempiterna revelando así más plenamente al Dios eterno.
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Al terminar el día, Simón y Jesús se dirigieron de regreso a Betania. Durante la mayor parte del camino, el hombre y el niño callaron. Nuevamente se detuvo Jesús en la cresta del Monte de los Olivos; pero ya no lloró al contemplar la ciudad y su templo, sino que inclinó la cabeza en devoción silenciosa.

Después de la cena en Betania nuevamente rehusó la invitación de participar en la alegre rueda de conversación, yéndose al jardín. Allí permaneció largas horas, hasta bien entrada la noche, en vano intentando esbozar un plan definido de acción para acometer el problema de su misión en la vida, y para decidir cuál sería la mejor manera de enfrentar la tarea de revelar a sus compatriotas tan espiritualmente ciegos un concepto más bello del Padre celestial, librándolos así de las duras cadenas de la ley, los ritos, las ceremonias y las tradiciones enmohecidas. Pero la luz esclarecedora no se le presentaba a este joven que tanto anhelaba la verdad.

EL CUARTO DÍA EN EL TEMPLO
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Jesús estaba extrañamente despreocupado de sus padres terrenales. Aun cuando, durante el desayuno, la madre de Lázaro le comentó que sus padres debían ya estar por llegar al hogar, no se le ocurrió a Jesús que tal vez estarían un poco preocupados por su ausencia.

Se dirigió nuevamente al templo, esta vez sin detenerse en la cresta del Monte de los Olivos para meditar. Mucho se habló esa mañana de la ley y de los profetas, y los maestros se asombraron de los extraordinarios conocimientos de Jesús sobre las escrituras, tanto en hebreo como en griego. Pero más les asombraba su juventud que su conocimiento de la verdad.

En la conferencia de la tarde no habían hecho más que empezar a responder a su pregunta sobre cuál era el propósito de la oración, cuando el jefe invitó al mancebo a que se acercara, y sentando a su lado le solicitó que expusiera su punto de vista respecto a la oración y la adoración.

La noche antes, los padres de Jesús habían oído hablar de este extraño mancebo que tan hábilmente se ponía a la altura de los intérpretes de la ley, pero no se les había ocurrido que ese joven fuera su hijo. Estaban a punto de dirigirse a la casa de Zacarías, pensando que Jesús podría haber ido hasta allá para visitar a Elizabeth y a Juan. Pero, reflexionando que tal vez Zacarías estaría en el templo, se detuvieron allí, camino a la Ciudad de Judá. Mientras deambulaban por los patios, imaginaos su sorpresa y asombro cuando reconocieron la voz de su hijo "extraviado" (aunque él nunca estuvo perdido), y le vieron sentado entre los maestros del templo.

José se quedó mudo; pero María dio rienda suelta al temor y la ansiedad largamente reprimidos, corrió hacia el mancebo, quien se había levantado para saludar a sus atónitos padres, diciendo: «Hijo mío, ¿por qué nos tratas así? Hace más de tres días que tu padre y yo te buscamos acongojados. ¿Qué te llevó a abandonarnos?» Fue un momento de tensión. Todas las miradas se volvieron hacia Jesús para ver cómo respondería. Su padre lo miraba con reproche pero no decía nada.
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Debe recordarse que Jesús era supuestamente un joven adulto. Había completado el curso escolar normal para un niño, había sido reconocido como hijo de la ley, hijo del mandamiento, y consagrado como ciudadano de Israel. Y sin embargo su madre acababa de regañarlo más que suavemente ante el público reunido, en medio del esfuerzo más serio y sublime de su joven existencia, poniendo fin ignominiosamente a una de las mejores oportunidades que se le habían presentado hasta ese momento de enseñar la verdad, predicar la justicia y revelar el carácter amoroso de su Padre celestial.

Pero el joven supo hacerle frente a la situación. Si tomáis en cuenta con imparcialidad todos los factores que se combinaron para dar lugar a esta situación, estaréis mejor preparados para medir la sabiduría de la respuesta del niño a la inintencionada reprimenda de su madre. Después de pensar un momento, Jesús le respondió diciendo: «¿Por qué me habéis buscado durante tanto tiempo? ¿No os imaginabais que me encontraríais en la casa de mi Padre, puesto que ha llegado el momento para mí de ocuparme de los asuntos de mi Padre?»

Todo el mundo se asombró de la manera de hablar del mancebo. Todos se retiraron en silencio, dejándolo a solas con sus padres. De inmediato el joven alivió la embarazosa situación de los tres, al decir de manera más suave: «Vamos, padres míos, nadie hizo sino nada que no considerara su deber. Nuestro Padre que está en los cielos ha ordenado estas cosas; vamos a casa.»

En silencio emprendieron el viaje; por la noche llegaron a Jericó. Sólo una vez se detuvieron, y eso en la cima del Oliveto donde levantó el joven su cayado hacia el cielo, y temblando con intensa emoción de pies a cabeza, dijo: «Oh Jerusalén, Jerusalén, oh habitantes de Jerusalén ¡cuán esclavizados estáis — sometidos al yugo romano, víctimas de vuestras propias tradiciones— pero yo volveré para purificar el templo y liberar a mi pueblo de esta esclavitud!»

Poco habló Jesús durante los tres días de viaje a Nazaret; sus padres tampoco dijeron mucho en su presencia. En verdad no comprendían la conducta de su hijo primogénito, pero las palabras de Jesús se habían grabado en su corazón, aunque ellos no entendieran plenamente su significado.

Al llegar al hogar, Jesús hizo una breve declaración a sus padres, reiterándoles su afecto de un modo que sugería tácitamente que ya no debían temer que nuevamente les ocasionara ansiedades con su conducta. Concluyó esta importante declaración diciéndoles: «Si bien debo hacer la voluntad de mi Padre celestial, no dejaré de obedecer a mi padre terrenal. He de aguardar a que llegue mi hora».
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Aunque Jesús muchas veces después rehusaría mentalmente consentir con los esfuerzos, ciertamente bien intencionados pero descaminados, de sus padres de dictar el curso de su pensamiento y de promulgar el plan de su obra en la tierra, siempre trató por todos los medios posibles, dentro de su dedicación al cumplimiento de la voluntad de su Padre del Paraíso, de conformarse con mucho donaire a los deseos de su padre terrenal y a las costumbres de su familia en la carne. Aun cuando no pudiera consentir, haría todo lo posible por conformarse.

En el delicado equilibrio entre deber y lealtad, Jesús fue un verdadero artista, pues siempre supo balancear su dedicación al deber con sus obligaciones para con su familia y la sociedad.

José estaba perplejo, pero María, después de reflexionar sobre estos acontecimientos, encontró consuelo, pues acabó por ver en las palabras de Jesús en el Oliveto una profecía de la misión mesiánica de su hijo como liberador de Israel. Con renovada energía se dedicó ella pues a tratar (vanamente) de moldear la mente de Jesús con pensamientos nacionalistas y patrióticos, aliándose con su hermano, el tío favorito de Jesús; y en todo sentido la madre de Jesús se entregó a la tarea de preparar a su hijo primogénito para que se convirtiera en el líder de los que restaurarían el trono de David, rompiendo para siempre las cadenas de la dominación política de los gentiles.